Wednesday, March 02, 2011

Diccionario del alma

Al principio, el Diccionario clínico del alma, de Jesús Ramírez Bermúdez, parece un libro inclasificable. ¿Estudio clínico o ensayo literario o filosófico? ¿Por qué? Porque se remite a una tipo de reflexión expuesta de manera narrativa que explora las diferentes experiencias de la percepción humana a través de los cinco sentidos.
Se trata de un ensayo sobre las enfermedades o los desarreglos del alma y podría inscribirse —si es que las catalogaciones tienen algún sentido— dentro de los que podríamos llamar neuronarrativa (relatos relacionados con el cerebro y sus enigmas) de la que han sido practicantes el inglés norteamericano Oliver Sacks y el mexicano Francisco González Crussí (que ejerce en Chicago) aunque este último no se especialice en asuntos del infinito e insondable cosmos cerebral.
La neuronarrativa es el nuevo género literario de nuestro tiempo.
No es lo que en el marketing de la industria farmacéutica suele denominarse “literatura médica” (un conjunto de folletos de propaganda farmacética) sino de una narrativa que tiene que ver con las experiencias de la percepción y que en ese sentido se emparenta con el quehacer literario propiamente dicho. Porque si alguna relación de hermandad existe entre la ciencia y el arte es la que se tiende entre la neurofisiología y la literatura. Ambas nos dan cuenta de los modos, los matices, los equívocos que comporta la percepción del mundo y que también ha cautivado a filósofos de la estirpe empirista, como el escocés David Hume.
Es fascinante la inquietud científica que nos depara nuestro tiempo. Somos los primitivos de una nueva era en la que, en cierto modo natural y no imposible de entender y asimilar, los escritores de cuestiones científicas llegan a tener decenas de miles de lectores. Estos autores —muchos de ellos dados a conocer en México por Luis Estrada y Carlos Chimal— responden a los nombre de Richard Dawkins, Stephen Jay Gould, Antonio Damasio, V. S. Ramachandran y otros.
En ese ámbito se mueven el pensamiento y la escritura de Jesús Ramírez Bermúdez que reconoce en los pacientes mismos (es jefe de la Unidad de Neuropsiquiatría del Instituto Nacional de Neurología y Neurocirugía) la inspiración de su libro pues todo parte de los relatos, de las cosas que cuentan y el modo de verbalizarlas que tienen los enfermos.
Nadie mejor que el doctor Fernando González Crussi explica en el prólogo cómo en el Diccionario se justifica el uso de la palabra alma y no espíritu ni mente ni inconsciente. Hay detrás una larga historia de la locura y de las diferentes ideas que los hombres de han hecho de los trastornos físicos humanos. Y lo que antes se identificaba como pasión diabólica, aberraciones somáticas, obsesión erótica, histeria, tiricia, ahora puede muy bien denominarse “desarreglo molecular de agentes transmisores neuronales”.
Si se dice que el animal humano se diferencia de los otros animales porque es el único que tiene consciencia de su propia muerte, también se razona en este importante libro que la enfermedad mental acaso sea otros distinción: no la que refrenda la animalidad que nos es intrínsica, no una negación o una denigración de la naturaleza humana, sino la otra cara de la moneda: “la vertiente umbría de nuestra inalienable humanidad”. Tal vez la locura sea una prueba de nuestra humanidad más que de nuestra animalidad.








Friday, February 11, 2011

Ver con los ojos del alma

Por lo menos desde 2003 Oliver Sacks ha venido pensand en las implicaciones neurofisiológicas de la ceguera. No es lo mismo venir al mundo ciego que perder la vista en un cierto tramo de la vida.
Sin embargo, hay una diferencia muy importante entre quien de pronto pierde la vista y quien entra al mundo sin interrupción entre las tinieblas del vientre materno y las tinieblas del exterior cuando, por paradójico que parezca, la madre lo da a luz.
Ya nos lo había explicado el neurofísiólogo del Instituto de Fisiología Celular de la UNAM el sonorense Ranulfo Romo Trujillo (que acaba de ser aceptado como miembro de El Colegio Nacional y a quien la Academia Sueca el año pasado tuvo en consideración para el premio Nobel de ciencia) cuando nos dice que “se ve con el cerebro” porque lo que pasa a través de la retina se recompone hacia el interior del cráneo en una suerte interesantísima de bioquímica óptica.
La ceguera congénita nunca deja de ser una desventaja puesto que el invidente no tiene los puntos de referencia con que cuenta alguien que sí conoció la realidad iluminada, así haya sido por poco tiempo.
De estas cuestiones trata el más reciente libro de Oliver Sacks, El ojo de la mente, que muy pronto colocará en las librerías la editorial Anagrama. Una vez más el escritor neurofisiólogo de origen inglés pero de residencia en Estados Unidos desde los años 60 (tiene su consultorio en el Greenwich Village de Nueva York) se concentra en uno de los sentidos: la vista. Ya antes se ocupó de manera muy original del oído y dedicó Veo una voz al universo de la sordera. No parece que vaya a seguir examinando los otros sentidos que, como escribe Vicente Alfonso, son los instrumentos que nos sirven para sostener una relación con lo que nos rodea. Los sentidos alimentan la memoria pero también la conciencia; sirven, en primera instancia, para que el individuo dotado de una cerebro se haga una composición de lugar en el mundo en el que está parado. Lo que se proponen los jesuitas en los ejercicios espirituales es, como indicaba Ignacio de Loyola, ver con los ojos del alma. Y allí está , en la oscuridad de los ojos cerrados, el despegue de la imaginación que también eleva a los actores en sus ensayos de improvisaciónn.
“Nuestra cárcel es el mundo de la vista”, dice Platón, citado por Alfonso, pues esa cárcel es al mismo tiempo el único puente entre nosotros y el mundo.
En The mind’s Eye, Oliver Sacks se refiere a las experiencias que han tenido algunos ciegos como John Hull. Cuando perdió totalmente la vista a los 35 años Hull, el autor de Tocar la roca, empezó a sentir que sus otros sentidos se volvían más sensibles. No se le acabó el mundo. Por el contrario, llegó a vivir la ceguera como un don (igual que Borges). Empezó valorar de otra manera el sonido de la lluvia y a darse cuenta de cómo la lluvia le iba diciendo en dónde se encontraba él y le establecía el contorno de las cosas pues una era la lluvia que caía en el pasto y otra la que caía sobre las losas o sobre tierra, lo cual le daba una ubicación y una nueva perspectiva. Llegó conocer un sentimiento de mayor intimidad con la naturaleza, una mayor intensidad en su estar en el mundo que no había sentido cuando veía. Se volvió mejor profesor, más fluido en su discurso, más lúcido, su escritura más segura y profunda, y con más confianza en sí mismo. Puso así en libre juego su imaginación para reconstruir el mundo perdido.
Su caso recuerda la elegancia humana de Jorge Luis Borges. Nunca lamentó haber perdido la vista. No cultivó ningún resentimiento. No se malquistó con Dios. Si no hubiera sido por la ceguera, decía, nunca se hubiera puesto a aprender idiomas antiguos.

http://padrememoria.blospot.com/

Thursday, February 03, 2011

La memoria como invención

por
Guadalupe Beatriz Aldaco


Sobre Padre y memoria
de Federico Campbell


La madre de Federico y mi abuelo paterno nacieron en Chínipas (rancho Las Chinacas), Chihuahua. Otros de nuestros antepasados nacieron o se criaron en Sonora, por eso todas las vacaciones de nuestra niñez (la diferencia de edades y tiempos es lo de menos) transcurrieron en alguna ciudad de este estado. Somos bajacaliforniosonorenses (los que nacieron en Sonora y se han ido a Baja California son sonobajacalifornianos) porque nacimos en Tijuana y Ensenada, respectivamente, pero ambos retornamos a nuestras raíces cuando decidimos volver a Sonora a estudiar durante la adolescencia. Eso le otorga un cariz especial a una amistad de casi veinte años.

La trascendencia de los grandes libros –en especial de las novelas– en la conciencia literaria del lector, suele ser vislumbrada justamente al término de la lectura, cuando los ojos agotan la última línea del párrafo final de la obra. Queda entonces la certeza de que la dimensión física de ese universo cuya superficie tipográfica hemos abarcado con los sentidos, es finita, limitada; lo que sigue, materialmente hablando, no es más ya literatura.
El colofón y la contraportada son égidas contra la eventual continuidad textual: un frío párrafo de contenido técnico por un lado, el lapidario colofón, y por otro el cartón que de atrás para adelante encierra, triste y a la vez violentamente, lo que antes nos mantuvo sumidos en la realidad paralela de la literatura, muchas veces más elocuente y seductora que la que nos atrapa todos los días en la cotidianidad.
Un libro es trascendente en nuestra conciencia literaria, o como diría Federico Campbell, en nuestra memoria literaria, si después de la última palabra impresa se apodera de nosotros una peculiar, extraña sensación de nostalgia, como cuando hemos sido arrancados repentinamente de una atmósfera entrañable, como el bebé del líquido amniótico o las primeras criaturas del paraíso, al que por eso se le llama “perdido”, o como cuando la presencia de un ser querido nos ha sido arrebatada y surge entonces el duelo, el vacío.
Terminamos de leer y añoramos al planeta libro y a sus habitantes, los personajes; extrañamos a esos émulos de seres humanos porque, como si lo fueran verdaderamente, han convivido con nosotros no sólo durante el tiempo cronológico de la lectura, sino en los intervalos en los que no leemos pero seguimos alternando, dialogando, soñando con ellos. Han pasado a formar parte de nuestras vidas comunes, nos han acompañado, los hemos hecho nuestros. Así de poderosa ha sido la habilidad del narrador para endosárnoslos como compañeros de vida durante ciertos lapsos –a veces para siempre–, y gracias a ello quizás muchas veces nos hemos sentido menos solos.
No es de extrañar que esas sensaciones se susciten a partir de la lectura de novelas, principalmente, pero tampoco es extraño que Federico Campbell logre provocar esa misma experiencia después de la lectura de textos como Post scriptum triste o Padre y memoria, que no son novelas. Con esto estoy tratando de transmitir por qué Padre y memoria es un libro trascendente.
El conjunto de casi 50 ensayos, relatos, semblanzas, reflexiones, testimonios, anécdotas, diarios, confesiones, críticas, indagaciones, especulaciones de Padre y memoria, lejos de ser una reunión caprichosa de textos aislados, ajenos entre sí, es la creación, tal vez involuntaria pero no menos eficaz, de una historia multifacética, poblada de personajes, argumentos, tramas, conflictos, anécdotas, movilizada en un terreno híbrido de ficción y no ficción.
Si en La clave Morse el padre, la madre, el hijo, las hermanas y otros personajes son los claros protagonistas de la historia, en Padre y memoria Borges, Shakespeare, Proust, Cervantes, Rulfo, Morrison, Pirandello, Wolf, por destacar los nombres de algunos escritores, son dispuestos, desde distintos tiempos y lugares, para que convivan y dialoguen sobre su visión del mundo, la vida y la muerte, la mente y la memoria, la literatura y el arte, la presencia o ausencia del padre. Son estos autores, junto con los científicos de la mente o neurofisiólogos y neurobiólogos, los personajes sui géneris de esa metáfora de novela que es este libro para mí.
Y todavía más allá, no sólo los escritores conviven entre sí como personajes en Padre y memoria, también lo hacen ellos mismos con sus propios personajes, los que han creado en sus cuentos y novelas, y entre estos mismos hay también comunicación, convivencia, intercambio, de tal forma que el libro es una revelación constante de relaciones que estábamos muy lejos de vislumbrar. ¿Cervantes conviviendo con Alonso Quijano, como en el mismo Quijote? El amplio conocimiento literario y la virtud de establecer conexiones hacen posible la construcción de estas redes de relaciones, que satisfacen el ansia de asombro y develación que uno siempre busca en la literatura.
Un prestidigitador de apellido Campbell ha puesto, pues, en práctica la habilidad que reconoce y admira en otros escritores y que él mismo posee con creces, aunque quizás no lo haya admitido suficientemente: la de establecer correspondencias, vínculos, entre autores, obras, protagonistas, argumentos, anécdotas, citas, biografías, vivencias, experiencias, obsesiones, de tal forma que un personaje de la Odisea puede convivir en el mismo escenario con alguno de Pirandello, o de Rulfo, o de Roth.
Es la magia del escritor que sabe literatura, el encanto del que ha sabido, por décadas, buscar, encontrar, leer, interiorizar y sellar en la memoria obras literarias trascendentes, ésas que se extrañan, por las que se experimenta una especie de duelo cuando su finitud material se impone, pero que, contrarrestando ese sentido de pérdida momentáneo, se prolongan en el tiempo modelando la sustancia de que debe estar hecha la memoria literaria, para devolver después el maná procesado en forma de narrativa original y propia.
Porque Padre y memoria es un libro sobre literatura, sobre muestras depuradamente seleccionadas de la gran literatura que el autor ha sabido reunir, hacer coincidir; muestras que documentan y enriquecen los temas que, por fortuna para nosotros los lectores, le obsesionan: las marcas claras del padre en la memoria, o bien las huellas invisibles de la presencia del padre, o bien la presencia del padre por ausencia, o el padre escondido en el inconsciente, y tantas combinaciones más, pero también el tema de la memoria que finalmente lo abarca todo.
La memoria más allá de las contingencias del padre, la madre, la historia personal y biológica inclusive; la memoria como “la persona” en tanto yo construido, inventado, la memoria como aquello que nos da sentido, identidad: la autoficción, en palabras del escritor. Porque lo que decimos que somos nos lo inventamos nosotros; la memoria “hace” nuestro yo, lo construye, lo inventa, de ahí que en enfermedades caracterizadas por la pérdida de la memoria primero muere ésta y después la persona, se nos reitera en el libro.
La autobiografía que nos creemos y nos creamos es producto de la sucesión de los propios recuerdos y éstos no son fieles, sino espejos empañados de lo que nadie, ni nosotros mismos, sabemos que somos.
Padre y memoria es también un homenaje a la intertextualidad, a esa propiedad de la literatura que sólo ciertos escritores son capaces de llevar a la práctica en sus obras con acierto (como Borges, Alfonso Reyes, Enrique Vila Matas), y que consiste en construir el propio texto como macrotexto de múltiple autoría. La segunda cita del libro, de Blaise Pascal, dice así: “Que no se diga que yo no he dicho nada nuevo: la disposición de los temas es nueva. Cuando se juega a la pelota ambos jugadores usan la misma pelota, pero uno la coloca mejor que el otro”. Aquí Federico Campbell es más que modesto (si es que quiere “ponerse el saco” que ideó Pascal), porque Padre y memoria es mucho más que los mismos dados dispuestos de distinta forma, aunque sólo con ello habría bastado para hacer de ésta una obra trascendente.
Con este libro el autor nos está diciendo que la gran literatura es una sola, que es un continuum al que hay que aprender a conocer lo más profundamente posible para descubrir su lógica, como si su construcción fuera producto de un dios omnipresente y hubiera que acercarse a la mente misteriosa de ese ente procreador.
En Padre y memoria Federico Campbell se revela como un escritor naturalmente comprometido con los misterios de la condición humana, por eso linda, merodea y se sumerge en los territorios que mayormente definen al hombre, como la memoria (“somos lo que recordamos, fuera de eso no hay yo que valga”, parafraseo); el sentido de la vida, las transformaciones del concepto del tiempo en el transcurrir vital, la sustancia de los sueños y su relación con el tiempo en la vigilia (“Cuando soñamos estamos en la eternidad”, nos dice), el poder del arte y la literatura, el privilegio que representan esas actividades para el hombre.
A la figura del padre, que desde el título cobra fuerte presencia, se le puede interpretar de dos maneras por lo menos: una, la más obvia y a la que ya se ha aludido, refiere al padre real del que todos provenimos, o al fantasma del padre si queremos, y la otra, más general pero quizás más fuerte, constante y duradera, corresponde a una modalidad del superyó freudiano.
Y es que Padre y memoria es también un conjunto de reflexiones sobre el lenguaje, los medios de comunicación, el internet y las modificaciones que ha provocado en nuestro imaginario, la música, la nueva cultura de la distracción, la mente y su incapacidad para albergarlo todo en virtud del exceso de información, el inconsciente narrativo…, todo aquello que, como el padre que marca, dirige, oprime y censura, nos define, en armonías y disonancias entre pasado, presente y futuro. Por eso el libro es tan vigente como las preguntas que nos hacemos todos los días sobre las transformaciones que nos avasallan y los misterios que el tiempo puede depararnos.
Para la escritura de sus casi 50 vasos comunicantes Campbell recurre además al psicoanálisis, a la teoría literaria, a la historia, a la biografía, a la neurofisiología. En el libro el punto culminante en este tenor de las otras disciplinas, es la anticipación de la literatura a los descubrimientos de la neurofisiología, la literatura como premonición, como anticipación de la ciencia misma.
Sobre este tema medular nos dice: “…suele ocurrir que primero la intuición de un artista adivine cierto comportamiento mental del organismo humano y que después la investigación científica lo corrobore”; “… no debería extrañar ahora que tarde o temprano la neurofisiología coincida con lo que entrevió el escritor, o el pintor o un músico…”; “El sistema de medidas (se refiere a la explicación de la realidad humana en términos biológicos) no es lo mismo que el entendimiento, y esto es lo que el arte sabe mejor que la ciencia”.
Federico Campbell habla mucho de la necesidad de escuchar o leer cuentos, historias, una urgencia innata del ser humano desde la infancia de escuchar o leer la vida en forma de narración, de relato (el niño quiere que le cuenten cuentos antes de dormir), y también de la necesidad de “ser contados”, de “ser narrados”, de convertirnos en sujetos de narración, y este libro, esta sinfonía narrativa que es Padre y memoria, es una de las múltiples maneras que Federico Campbell tiene de ser contado, o, en su propio concepto, de ser inventado.

Ediciones Sin Nombre, México, 2009


Juan Rulfo y las llamas de los críticos

La ficción de la memoria
de Federico Campbell
Juan Rulfo ante la crítica
UNAM/Ediciones Era, México D.F., 2003, 552 pp.
por
Wilfrido H. Corral


El 18 de septiembre de 1953, hace casi exactamente cincuenta años de los días en que escribo esta nota, se terminaba de imprimir El llano en llamas, libro de relatos de Juan Rulfo. Desde entonces, la crítica en torno a ese mítico autor y sus no menos míticos y únicos libros (a los dos años publicaría Pedro Páramo) no ha cesado y un resultado positivo es que se puede leer a Rulfo como un autor nuevo, aunque estén los críticos de por medio y no siempre creamos en sus interpretaciones. Federico Campbell ha tenido que dar cuenta de ese aluvión, y no cabe duda de que su juiciosa y enciclopédica La ficción de la memoria. Juan Rulfo ante la crítica se convertirá en la proverbial referencia imprescindible. Dada la continua publicación de números de revistas, cuadernos y compilaciones sobre autores como Rulfo, la pregunta es por qué otra colección. Como muestra la selección de este volumen y el Prólogo de Campbell, el prosista mexicano es uno de los autores fundamentales de la literatura de Occidente, y cualquier intento de reducir sus contextos y. mensajes a una nación o sus culturas es infructuoso. El resultado de esos intentos, frecuentemente mundiales en origen o alcance, ha sido una constante búsqueda, no disimilar a las que encontramos en sus libros, unos de los primeros de la literatura hispanoamericana sin orillas de la segunda mitad del siglo pasado. En un sentido, ante la obra de Rulfo la crítica muestra que no parece tener nuevos adjetivos a mano.
No obstante, y con excelente criterio, Campbell, novelista a título propio, ha compilado lo más selecto en torno a su autor. Pero como con los silencios de Rulfo, hay una trama secreta detrás de las colecciones y homenajes sobre él, que sólo glosaré por razones que explico más adelante. El mismo Campbell, en una nota aparecida en la revista mexicana Proceso (marzo 1984), discute los pormenores que causaron que Rulfo desautorizara Para cuando yo me ausente
(1982), tomo que en su portada indicaba que "Juan Rulfo" era el compilador. Otro florilegio, Homenaje a Juan Rulfo (1989), en principio las actas de un homenaje al autor en la Feria Internacional del Libro en Guadalajara, contiene varias semblanzas importantes pero la selectividad no fue un criterio principal al componer el tomo. Desde el momento en que se publicó y por varios años La narrativa de Juan Rulfo. Interpretaciones críticas (1974), armada por Joseph Sommers, fue la referencia clásica y accesible, hasta que la desplazó Juan Rulfo. Homenaje nacional (1980). Rulfo muere en 1986, y ese año se publica Los murmullos: antología periodística en torno a la muerte de Juan Rulfo, seguida por Juan Rulfo. Un mosaico crítico (1988). Hasta estas fechas y el tomo de Campbell, otro hito importante en las interpretaciones del autor es Toda la obra (1992), edición crítica coordinada por Claude Fell que incluye varios ensayos originales y es parte de la suntuosa y necesaria Colección Archivos. Las colecciones anteriores son el palimpsesto con que ha tenido que bregar Campbell, y sale airoso por también haber escogido sabiamente de todas ellas.
La historia secreta a que me refiero arriba es que, a pesar del gran respeto que Rulfo y su obra siempre merecen y exigen de los críticos, los de las generaciones actuales parecen verlo como uno de esos "viejos señores blancos" (y canónicos) que ya tuvo sus años de fama. Por supuesto, Campbell no es responsable de esa percepción, y no sólo porque la suple al incluir la crítica de autores más jóvenes como Jorge Volpi y Juan Villoro. Se trata, más bien, del momento crítico que lo rodea. Así, cuando muy bien se podría pensar en que algún pasajero intérprete postmoderno, aún con los vestigios de su técnica, haría algo con los admitidamente problemáticos Los cuadernos de Juan Rulfo (1994), con las "Otras letras" (incluidos los textos para cine) recogidas en Toda la obra, o con la ensayística de Rulfo, La ficción de la memoria tiene que recurrir a los ensayos clásicos y paradigmáticos sobre Rulfo. Pero diferente de otras colecciones, en ésta es particularmente enriquecedor encontrar la visión de autores y pares (con las salvedades del caso) de Rulfo, como Juan José Arreola, Jorge Luis Borges, Salvador Elizondo, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, y Carlos Monsiváis. Tampoco faltan textos de Augusto Monterroso, Rafael Humberto Moreno-Durán, José Emilio Pacheco, Alfonso Reyes, Augusto Roa Bastos, y de Susan Sontag (en verdad su prefacio a la segunda traducción al inglés de Pedro Páramo).
La opinión de los nombrados aparece distribuida cronológicamente (1955 al 2001) entre los veinte y siete ensayos, catorce testimonios y tres entrevistas de que se compone este libro. Entre los ensayos —algunos, como el de Harss, incluido primero en su conocido Los nuestros (1966), son reportajes o relaciones de conversaciones— se destacan los más largos (es clásica la paradoja del autor hispanoamericano con obra sucinta y crítica extensa), entre ellos los de Ruffinelli, Blanco Aguinaga, Rodríguez Monegal, Felipe Garrido, y Franco, más los de Monsiváis, Moreno-Durán y Glantz (en estos tres casos, como en otros, la visión del crítico está complementada por la del escritor experimentado). Son tan buenos los comentarios e interpretaciones de ellos que la mencionada falta de críticos jóvenes tal vez sea prescindible. Pero es injusto verlo así, porque la selección de La ficción de la memoria también se puede enriquecer más con textos de generaciones anteriores. Por mencionar un ejemplo, el exhaustivo trabajo de Juan Manuel Galaviz, "De Los murmullos a Pedro Páramo" —un análisis de genética textual publicado inicialmente en 1980 sobre el trabajo de corrección y estilo en Rulfo en base a los cambios de esa novela— halla su par perfecto en "Estructura de Pedro Páramo", de Narciso Costa Ros, publicado en la Revista Chilena de Literatura en 1976.
Por supuesto, los especialistas en Rulfo y algunos autores de ensayos, notas o reseñas sueltas sobre el autor mexicano estarán afilando sus lápices y echando llamas para mostrar lo que excluye o le falta al volumen de Campbell. Pero no se trata de eso, y si son honestos se referirían a "Una primera lectura de 'No oyes ladrar los perros", que Ángel Rama publicó en México en 1975, proponiendo (polémica y sagazmente) leer a Rulfo en términos de mitos latinoamericanos en vez de europeos. Aún así, la perspicacia de la antología de Campbell yace en la manera en que se puede establecer conexiones entre los textos incluidos, encontrar ayudamemorias, descifrar enlaces, cotejar coincidencias, descubrir referencias y notar lecturas insólitas o pasajes iluminadores. Por ejemplo, el texto de Galaviz dialoga perfectamente con la acostumbrada genialidad del reportaje de Elena Poniatowska incluido en la sección "Entrevistas" con el título "¡Ay vida, no me mereces! Juan Rulfo, tú pon cara de disimulo". Publicado originalmente en 1980, el de Poniatowska revela con sensatez y creces la discutida relación de Rulfo con las mujeres y su representación en su prosa. Queda la pregunta de si hay lecturas feministas memorables de Rulfo. De la sección "Testimonios" son muy reveladores "Juan Rulfo y las crónicas coloniales", de Elías Trabulse, los de García Márquez y Elizondo, y sobre todo los de Augusto Monterroso y Arreola. Estos dos muestran una humanidad e inclusive un sentido de humor que las lecturas frías o hipercríticas de Rulfo dejan a un lado, y si la intención de Campbell fue omitir estas últimas le debemos estar aún más agradecidos.
Ahora, una ausencia patente en este volumen es la de la crítica estrictamente académica, aunque algunos de los colaboradores y escritores han ejercido como pedagogos, y Campbell ha recurrido a los más representativos. Precisamente, el profesor británico Gerald Martin, mencionado por Campbell en su breve Prólogo, publicó en Toda la obra una excelente historia de la crítica sobre el autor de El llano en llamas. Es en el momento de similares consideraciones cuando otros críticos comenzarán a atizar las llamas peligrosamente. Yo sería el último en defender los excesos de cierta crítica académica reciente, pero hay que reconocer que se encuentra algunas interpretaciones o chispazos pertinentes en ese tipo de crítica. No obstante, Campbell no ha querido apelar a lo tendencioso, ortodoxo y mañoso, sino guiarse por la profundidad y calidad del pensamiento representado. Tito Monterroso, en otro homenaje poco velado a Rulfo, la fábula "El Zorro es más sabio", resume perfectamente la situación de su amigo: "... varios profesores norteamericanos de lo más granado del mundo académico de aquellos remotos días lo comentaron con entusiasmo y aun escribieron libros sobre los libros que hablaban de los libros del Zorro". Esa condición ha cambiado un poco, y para bien. Campbell se ha mantenido fiel a sus principios de inclusión para producir un tomo total memorable y original, por controvertida que sea alguna parte. Campbell conoce muy bien los dramas de la crítica de Rulfo, banales vistos desde adentro. Pero Campbell les da otro contexto, y ahora parecen surgir de un reino encantado cuyos códigos sólo él entiende

Thursday, August 13, 2009

Padre y memoria

Ya apareció en Ediciones sin nombre mi libro Padre y memoria.

Friday, January 25, 2008

Primero muere la persona, después el cuerpo

Le expliqué que el alzhéimer
es un conjunto de marañas y
placas que se forman en la
materia gris e impiden que
las neuronas se nutran.

—David Shenk, The Forgetting



Con demasiada facilidad se hacen chistes sobre la enfermedad mental, no sabiendo el que los hace en qué consiste, por ejemplo, la enfermedad del alzhémier o la depresión. Johnny Carson, el célebre conductor de la televisión norteamericana, solía decir que de muchas cosas se pueden hacer chistes, pero no de las enfermedades mentales que significan un sufrimiento atroz para quienes las padecen y para sus familiares.
Sin embargo es muy común el chistorete que alude a un antidepresivo como el Prozac que, por su efecto acumulativo, sólo empieza atener efecto veinte días después de empezar a tomarlo, o bien la broma que suscita un lapsus de la memoria e invoca el mal degenerativo identificado por el neuropatólogo alemán Alois Alzheimer en 1901, cuando recibió en su clínica a una mujer de cincuenta y un años, Auguste D.
—¿Cómo se llama?
—Auguste.
—¿Apellido?
—Auguste.
—¿Cómo se llama su esposo?
—Auguste, creo.
—¿Cuánto tiempo ha estado usted aquí? —parece hacer un esfuerzo por recordar.
—Tres semanas.
En aquel entonces la demencia senil se aceptaba con cierta naturalidad y se atribuía, como parecía ser evidente, a la mayoría de edad. Sólo que hace cien o más años el proceso de envejecimiento no empezaba a darse a los setenta y tantos años como ahora sino a una edad más temprana. Se especulaba que esa demencia o esa lentitud en el funcionamiento de la memoria tenía su causa en arterias cerebrales escleróticas. Y es que el alzhémier no obedece a una falta de riego sanguíneo sino a un deterioro físico, como las caries en un diente, pues se ha estudiando en cortes de capas transversales que en la masa se van carcomiendo. El doctor Alzheimer dio con unas esferas de aspecto viscoso en formas de placas e innumerables neuronas en ”marañas” de fibras neuronales cuando analizó el cerebro de la recién fallecida señora D. Lo mismo fueron descubriendo los especialistas investigadores sesenta años, pero la comunidad médica de los años 70 todavía se mostraba escéptica sobre el origen orgánico del padecimiento.
El periodista científico David Shenek, de 36 años, ha escrito hasta ahora el libro más interesante, comprensible y útil, sobre la enfermedad del alzhéimer: The forgetting. Alzheimer’s: Portrait of an Eidemic. (Olvidar. Alzheimer: retrato de una empidemia.) Es uno de los manuales más fáciles de entender para los amigos y los familiares del enfermo.
No fue sino hasta los años 80, cuando empieza a hablarse de la “tercera edad” (que en realidad es la última edad) y la expectativa de vida aumenta unos diez o quince años, que se crea en Estados Unidos un Instituto Nacional del Envejecimiento y en términos de salud pública se da al alzhémier una categoría semejante a la de las cardiopatías o el cáncer. Hoy en día se cuentan cinco millones de estadounidenses que tienen la enfermedad y dentro de cuarenta años la cifra podía alcanzar los quince millones (hacia 2050).
Cuando el novelista Jonathan Franzen escribió sobre la enfermedad y la muerte de su padre (“El cerebro de mi padre”, en su libro de ensayos Cómo estar solo) estudió y recomendó el libro de Shenek.
Por lo general se entiende por “epidemia” una enfermedad que se propaga y acelera por sus características infecciosas. Pero también, y así lo piensa David Shenk, una epidemia se refiere a una catástrofe de orden médico que se vuelve tan grande que termina por afectar cada renglón de la vida en sociedad. Hace veinticinco años sólo había en Estados Unidos 500 mil enfermos. Del resto del mundo habría que esperar las estadísticas y sería muy importante que la Secretaría de la Salud las precisara en México. En el año 2002 se gastaron en Estados Unidos 100 mil millones de dólares en tratamientos.
La tendencia a olvidar, a perder la memoria inmediata, puede o no ser un signo de que podría insinuarse la enfermedad. Pero también es cierto que casi todos tenemos estos deslices debido a la “cultura de la distracción” que la electrónica nos ha alcahueteado en la vida cotidiana. La tendencia es estar en varias pistas al mismo tiempo. Lo indudable es que, a medida en que se viven más años, mayor es el número de personas que entran en esta caída paulatina e irrefrenable.
Hay una regresión. El deterioro se va dando a la inversa, se repiten en sentido retrospectivo las etapas que fueron indicando las fases de crecimiento en el niño. “El declive de un paciente de Alzheimer es exactamente inverso al desarrollo neurológico de un niño”, dice Jonathan Franzen: alzar la cabeza (del primer al tercer mes), sonreír (de los dos a los cuatro meses), sentarse solo (de los seis a los diez meses). Por eso un paciente adulto de pronto se parece cada vez más a un niño de un año. Y es que la memoria nos constituye. El ser es memoria. La persona es la memoria y la memoria es nuestra identidad personal. Yo soy lo que he sido. Yo soy lo que recuerdo. Primero se muere la persona y después el cuerpo. Ese ser que queda tiende a la escatología, a hacer chistes sexuales, y si entre muchos (sus hijos, su mujer, sus amigos) sólo reconoce a uno tal vez sea por el afecto, por las cosas extrañas del corazón.
Es posible que muchos enfermos sufran cada vez menos. Porque la propia conciencia también se va. Y para sufrir o temer a la muerte también se requiere de la memoria. Hay “algo delicioso” en ese olvido, dicen unos. Hay un aumento de sus placeres sensoriales conforme caen en esa eternidad sin pasado.

Wednesday, December 05, 2007

Musicofilia

Las más recónditas regiones del cerebro no son insensibles al arte de bien combinar los sonidos y el tiempo. Los efectos de la música en el estado de ánimo se han reconocido desde hace mucho tiempo, a tal grado que no pocas personas y psicoterapeutas se toman ahora más en serio que nunca las virtudes de la musicoterapia. Pero el libro de Oliver Sacks, Musicophilia (historias sobre el cerebro y la música ) no se detiene en este uso actual de la música. Se refiere más bien a ciertos casos en los que la víctima de un accidente, con lesión en cierta parte del cerebro, cambia su actitud ante la música.
Y se puede entender muy bien esta observación del escritor neurólogo, Oliver Saacks, el mismo que firma los ya célebres libros como Migraña, Un antropólogo en Marte o El hombre que confundió a su mujer con un sombrero. Basta hacer memoria y traer a la conversación con nuestro desocupado y atento lector la experiencia o la relación que uno ha tenido con la música. A mí me ha parecido que en mi segunda década de estancia en este mundo, hacia los catorce años, cuando iba a terminar la secundaria, yo tenía una mayor sensibilidad ante la música. En el verano de 1954 en Tijuana, mientras transcurrían apaciblemente julio y agosto, yo me encerraba en mi cuarto a escuchar una composición de Schubert que ha sido la banda sonora de mi vida: Rosamunda. Había yo comprado unas bocinas en una tienda de San Diego y me hice de dos cajas de cartón en las que inserté cada bocina sobre un círculo previamente dibujado y recortado. Me coloqué en medio de las dos bocinas, que quedaron a ambos lados de la cama, y nunca como entonces he vuelto a sentir una emoción tan fuerte con la música. Nunca más, en el resto de mi vida.
Viví muchos años no indiferente pero sí muy poco apasionado respecto a la música. Sin embargo, por no sé qué razón concreta, hará unos cinco que empecé a enamorarme de todas las sonatas de Mozart y de Schubert. Tanto que actualmente vivo entre dos mujeres pianistas y aún no sé por cuál decidirme: la portuguesa María Joâo Pires y la japonesa Mitsuko Uchida. No hay día en que no oiga algunas de los sonatas de Schubert y los impromptus, interpretados por esas dos damas virtuosas.
La primera historia que relata Oliver Sacks es la de un cirujano ortopedista, Tony Cicoria, que pasaba un día de campo con su familia. De pronto, se acercó a una cabina telefónica, una tarde de 1994, en algún pueblo de estado de Nueva York, y le cayó un rayo. Apenas vio el relámpago cuando ya estaba saliendo disparado hacia atrás.
Cicoria creyó que estaba muerto, pero el dolor le indicó lo contrario: sólo los cuerpos vivos sienten dolor.
—Estoy bien —le dijo a la enfermera de cuidados intensivos—. Soy médico.
—Pues hace unos minutos no estaba nada bien.
Luego fue a ver a un neurólogo porque se sentía lento y débil y con problemas de memoria. Se le olvidaban los nombres de personas que conocía. Se hizo unas pruebas y nada parecía fuera de lugar. Semanas después volvió a su trabajo. Tenía aún ciertas fallas de memoria pero sus habilidades quirúrgicas estaban tan bien que nunca. Volvió, pues a la normalidad, pero poco a poco empezó a sentir una insaciable deseo de escuchar música de piano. Y eso no tenía nada que ver con su personalidad de antes del traumático rayo. Había tomado algunas lecciones de música cuando era más joven, pero sin mayor interés. En su casa no había piano. Sólo escuchaba rock. Empezó entonces a compra discos y se obsesionó con una grabación del pianista Vladimir Ashkenazy, unas piezas de Chopin: “Viento de invierno”, una polonesa y “Teclas negras”. Se moría de ganas de tocarlas.
La música se le metió en la cabeza. Soñaba con música. Se compró un piano y se puso a estudiar formalmente música. No sólo estaba inspirado. Estaba poseído por la música. Empezó también a interesarse en leer libros. Leyó sobre experiencias de cercanía con la muerte y sobre relámpagos. Seguía trabajando como cirujano, pero su cabeza y su corazón estaban en la música. Se divorció en 2004 y tuvo un accidente de motocicleta, pero nunca perdió su pasión por la música. El rayo le cambió su sensibilidad.
Y es que la música nos puede llevar a profundas emociones. Nos puede persuadir para comprar algo o hacernos recordar a nuestro primer amor. Nos puede sacar poco a poco de una depresión (oígase al sonata No. 14 en C menor KV 457 de Mozart interpretada por Mitsuko Uchida) porque es indudable que la música ocupa más zonas del cerebro que el lenguaje mismo. Los seres humanos, dice Sacks, somos una especie musical.
Las historias que cuenta Oliver Sacks acerca de personas que tratan de trascender o sobrellevar sus disfunciones y a adaptarse a diferentes situaciones neurológicas nos han llevado a cambiar la forma en que pensamos acera del cerebro y la experiencia humana. En Musicophilia examina el poder de la música en pacientes, músicos, y gente común y corriente, desde al caso de Tony Cicoria hasta el de unos niños con síndrome de Williams que son hipermusicales desde que nacieron; desde la gente con “amusia”, para quienes una sinfonía suena como un choque de cacerolas y ollas, hasta el caso de un hombre que no recuerda nada musical más allá de siete segundos.
Sacks nos habla también de alucinaciones musicales irreprimibles, que siguen de día y de noche incontrolables. Y del efecto de la música en enfermos de Parkinson o de Alzheimer.


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Musicophilia Tales of Music and the Brain. Oliver Sacks. Alfred A. Knopf. New York, 2007

Thursday, November 29, 2007

Marcel Proust, neurocientífico


Como ha podido verse a lo largo de la historia, la ciencia no es la única vía que conduce al conocimiento, a pesar de que ahora se cree que puede descifrar todos los misterios. A la verdad, tarde o temprano, se llega por diversos caminos. Y suele ocurrir que primero la intuición de un artista adivine cierto comportamiento mental del organismo humano y que después la investigación científica lo corrobore. Se dice, de manera un tanto dogmática, que “todo está en el cerebro”. Nadie podría asegurarlo al cien por ciento porque los derroteros del arte son inescrutables.
Dado que los artistas trabajan con la percepción que se tiene a través de los cinco sentidos, no debería extrañar ahora que tarde o temprano la neurofisiología coincida con lo que entrevió el escritor o el pintor o un músico como Igor Stravinsky. O una novelista como Virginia Woolf que, sobre todo en Al faro, llegó a “observar” el río de su pensamiento y sus derrames hacia la enfermedad mental.
Jonah Lehrer, graduado de la Universidad de Columbia, ha trabajado en el laboratorio del Nobel neurocientífico Eric Kandel con la misma pasión que puso al desempeñarse como cocinero en Le Cirque 2000 y Le Barnardin, y es autor de un ya muy famoso blog en la red que responde al título de La corteza frontal. La novedad es que el joven escritor estadounidense ya ha dado a conocer su más reciente libro: Proust was a Neuroscientist, publicado por la Houghton Mifflin Company en Nueva York. ¿De qué se trata? ¿Cuál es la tesis?
La idea principal y rectora de este ensayo es que un grupo de artistas (un pintor, un poeta, un chef, un compositor y varios novelistas) han descubierto en el pasado ciertas verdades esenciales de la mente que sólo hasta ahora redescubre la investigación neurofisiológica. Nos enteramos, así, que Proust intuyó cómo funciona la memoria y altera —o colorea de otra manera— la materia recordada. Esto hasta ahora se está demostrando en el laboratorio de los neurobiólogos, pero con otras palabras estaba ya reconocido en las páginas de En busca del tiempo perdido, la obra maestra de Marcel Proust.
Si escribir consiste en saber hacer conexiones, Jonah Lehrer encuentra en un poema de Walt Whitman algo que —a pesar de la separación entre mente y cuerpo que hacía Descartes— vino ya a demostrar el neurólogo portugués Antonio Damasio: que no hay división alguna entre el alma y la carne, entre el cuerpo y eso que solía llamarse espíritu. Whitman decía que cuando a un hombre se le da de latigazos también se está lacerando su alma.
La novelista francesa George Eliot se dio cuenta muy bien de que en el cerebro hay una natural maleabilidad, es decir, que el cerebro tiene de suyo la capacidad de reconstruirse al menos en parte luego de una lesión: una admirable plasticidad. Lehrer también nos cuenta cómo el chef francés Auguste Escoffier dio con otro gusto, el quinto gusto, otra dimensión del paladar. Y en este orden de ideas trae a colación el caso del pintor Paul Cézanne que hizo observaciones sobre diversos matices de la visión que más tarde ha dilucidado la más refinada oftalmología. Pero tal vez al descubrimiento más interesante del libro es el que se refiere a la escritora Gertrude Stein que, sin pretensiones científicas, hizo ver la profunda estructura del lenguaje, cincuenta años antes de que en Estructuras sintácticas Noam Chomsky expusiera que el ser humano viene al mundo con una dotación genética —una gramática universal— para desarrollar el habla y la escritura, es decir, el lenguaje. Se nace, tal vez, con una predisposición innata a contar historias (a oírlas, a gozarlas, a escribirlas).
Tal vez no sea del todo sabio, pues, reducirlo todo a una mera cuestión de átomos, acrónimos y genes. La realidad humana no es tan simple, y su explicación en términos biológicos se sienta insatisfactoria. El sistema de medidas no es lo mismo que el entendimiento, y esto es lo que el arte sabe mejor que la ciencia. Por ello lo aconsejable es que artistas y científicos se lean cada vez más unos a otros. Los escritores deberían atender más las entrevisiones de las neurociencias.
Ya en una edad adulta, hacia los cincuenta años, Marcel Proust sintió de manera dramática el paso del tiempo. Todo se desvanecía, de manera cada vez más rápida. El asma lo condenó a vivir encerrado entre paredes de corcho. Y sólo pudo expresarse con lo único que tenía: la memoria. Empezó a escribir, escribir, escribir, y ponía tal atención al flujo de sus pensamientos y sus emociones y sus sueños que empezó, sin saberlo ni buscarlo, a entender el funcionamiento del cerebro y —en esa terra incognita— el de la memoria. La mantecada remojada en el té fue para él como la ingestión de un ácido lisérgico. Y aunque aparentemente tenía cierta debilidad por las frivolidades de la clase social que disecaba, poco a poco —gracias a la dinámica propia de la escritura— intuyó algunos de los principios de las neurociencias modernas. Bastante lo encaminó en esta asociación de ideas la lectura del filósofo Henri Bergson y de su libro Memoria y vida.
De todos los sentidos el olfato y el gusto fueron los que más intrigaron a Proust, acaso porque son los más relacionados con los sentimientos. Esto se debe, dice Lehrer, a que el olfato y el gusto son los únicos sentidos que conectan directamente con el hipocampo, centro por excelencia de la memoria a largo plazo en el teatro de operaciones cerebrales.
Otra cosa en la que reparó Proust es al carácter esencialmente cambiante y deformante de los trabajos de la memoria. Si no quieres adulterar nada del pasado no lo cuentes, parece advertir. Si no quieres matizarlo, no lo pienses. Porque más que reproducir, la memoria inventa, reorganiza en categorías el asunto recordado.
Así, el único paraíso es el paraíso perdido: el pasado. Y no era culpa suya, dice Lehrer: “Simplemente no hay manera de describir el pasado sin mentir.”
“Nuestra memoria no sólo parece ficción. Nuestra memoria es ficción.”
Y allí está el secreto de Proust: en que para recordar algo tenemos que recordarlo mal. Luego está la función del olvido, indispensable para pensar. Para editar el pensamiento. Olvidar es tan importante como recordar.
Incluso de la muerte se puede uno olvidar.


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