Thursday, November 29, 2007

Marcel Proust, neurocientífico


Como ha podido verse a lo largo de la historia, la ciencia no es la única vía que conduce al conocimiento, a pesar de que ahora se cree que puede descifrar todos los misterios. A la verdad, tarde o temprano, se llega por diversos caminos. Y suele ocurrir que primero la intuición de un artista adivine cierto comportamiento mental del organismo humano y que después la investigación científica lo corrobore. Se dice, de manera un tanto dogmática, que “todo está en el cerebro”. Nadie podría asegurarlo al cien por ciento porque los derroteros del arte son inescrutables.
Dado que los artistas trabajan con la percepción que se tiene a través de los cinco sentidos, no debería extrañar ahora que tarde o temprano la neurofisiología coincida con lo que entrevió el escritor o el pintor o un músico como Igor Stravinsky. O una novelista como Virginia Woolf que, sobre todo en Al faro, llegó a “observar” el río de su pensamiento y sus derrames hacia la enfermedad mental.
Jonah Lehrer, graduado de la Universidad de Columbia, ha trabajado en el laboratorio del Nobel neurocientífico Eric Kandel con la misma pasión que puso al desempeñarse como cocinero en Le Cirque 2000 y Le Barnardin, y es autor de un ya muy famoso blog en la red que responde al título de La corteza frontal. La novedad es que el joven escritor estadounidense ya ha dado a conocer su más reciente libro: Proust was a Neuroscientist, publicado por la Houghton Mifflin Company en Nueva York. ¿De qué se trata? ¿Cuál es la tesis?
La idea principal y rectora de este ensayo es que un grupo de artistas (un pintor, un poeta, un chef, un compositor y varios novelistas) han descubierto en el pasado ciertas verdades esenciales de la mente que sólo hasta ahora redescubre la investigación neurofisiológica. Nos enteramos, así, que Proust intuyó cómo funciona la memoria y altera —o colorea de otra manera— la materia recordada. Esto hasta ahora se está demostrando en el laboratorio de los neurobiólogos, pero con otras palabras estaba ya reconocido en las páginas de En busca del tiempo perdido, la obra maestra de Marcel Proust.
Si escribir consiste en saber hacer conexiones, Jonah Lehrer encuentra en un poema de Walt Whitman algo que —a pesar de la separación entre mente y cuerpo que hacía Descartes— vino ya a demostrar el neurólogo portugués Antonio Damasio: que no hay división alguna entre el alma y la carne, entre el cuerpo y eso que solía llamarse espíritu. Whitman decía que cuando a un hombre se le da de latigazos también se está lacerando su alma.
La novelista francesa George Eliot se dio cuenta muy bien de que en el cerebro hay una natural maleabilidad, es decir, que el cerebro tiene de suyo la capacidad de reconstruirse al menos en parte luego de una lesión: una admirable plasticidad. Lehrer también nos cuenta cómo el chef francés Auguste Escoffier dio con otro gusto, el quinto gusto, otra dimensión del paladar. Y en este orden de ideas trae a colación el caso del pintor Paul Cézanne que hizo observaciones sobre diversos matices de la visión que más tarde ha dilucidado la más refinada oftalmología. Pero tal vez al descubrimiento más interesante del libro es el que se refiere a la escritora Gertrude Stein que, sin pretensiones científicas, hizo ver la profunda estructura del lenguaje, cincuenta años antes de que en Estructuras sintácticas Noam Chomsky expusiera que el ser humano viene al mundo con una dotación genética —una gramática universal— para desarrollar el habla y la escritura, es decir, el lenguaje. Se nace, tal vez, con una predisposición innata a contar historias (a oírlas, a gozarlas, a escribirlas).
Tal vez no sea del todo sabio, pues, reducirlo todo a una mera cuestión de átomos, acrónimos y genes. La realidad humana no es tan simple, y su explicación en términos biológicos se sienta insatisfactoria. El sistema de medidas no es lo mismo que el entendimiento, y esto es lo que el arte sabe mejor que la ciencia. Por ello lo aconsejable es que artistas y científicos se lean cada vez más unos a otros. Los escritores deberían atender más las entrevisiones de las neurociencias.
Ya en una edad adulta, hacia los cincuenta años, Marcel Proust sintió de manera dramática el paso del tiempo. Todo se desvanecía, de manera cada vez más rápida. El asma lo condenó a vivir encerrado entre paredes de corcho. Y sólo pudo expresarse con lo único que tenía: la memoria. Empezó a escribir, escribir, escribir, y ponía tal atención al flujo de sus pensamientos y sus emociones y sus sueños que empezó, sin saberlo ni buscarlo, a entender el funcionamiento del cerebro y —en esa terra incognita— el de la memoria. La mantecada remojada en el té fue para él como la ingestión de un ácido lisérgico. Y aunque aparentemente tenía cierta debilidad por las frivolidades de la clase social que disecaba, poco a poco —gracias a la dinámica propia de la escritura— intuyó algunos de los principios de las neurociencias modernas. Bastante lo encaminó en esta asociación de ideas la lectura del filósofo Henri Bergson y de su libro Memoria y vida.
De todos los sentidos el olfato y el gusto fueron los que más intrigaron a Proust, acaso porque son los más relacionados con los sentimientos. Esto se debe, dice Lehrer, a que el olfato y el gusto son los únicos sentidos que conectan directamente con el hipocampo, centro por excelencia de la memoria a largo plazo en el teatro de operaciones cerebrales.
Otra cosa en la que reparó Proust es al carácter esencialmente cambiante y deformante de los trabajos de la memoria. Si no quieres adulterar nada del pasado no lo cuentes, parece advertir. Si no quieres matizarlo, no lo pienses. Porque más que reproducir, la memoria inventa, reorganiza en categorías el asunto recordado.
Así, el único paraíso es el paraíso perdido: el pasado. Y no era culpa suya, dice Lehrer: “Simplemente no hay manera de describir el pasado sin mentir.”
“Nuestra memoria no sólo parece ficción. Nuestra memoria es ficción.”
Y allí está el secreto de Proust: en que para recordar algo tenemos que recordarlo mal. Luego está la función del olvido, indispensable para pensar. Para editar el pensamiento. Olvidar es tan importante como recordar.
Incluso de la muerte se puede uno olvidar.


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