Sunday, December 03, 2006

Patrimonio

Entre la autobiografía y la novela, Patrimonio, del norteamericano Philip Roth, es un relato consagrada a la figura del padre moribundo. Es de 1991, pero sólo hasta ahora ha sido publicado por la editorial Seix Barral. Queda claro que en la palabra patrimonio se guarda la raíz de padre y significa el legado moral, la ética y el afecto, que se van tendiendo a lo largo de una filiación: el conjunto bienes no sólo materiales que pasan del progenitor al descendiente.
Partimonio tiene el aire de un relato en el que por ninguna parte se ve la intención literaria, es decir, la pretensión de hacer literatura ni de crear o recrear “otro lenguaje” sino simplemente contar una historia llena de vida y verdad.
Podría ser la historia de cada uno de nosotros; por eso es tan entrañable. El novelista norteamericano, nacido en Newark en 1933, habla de un proceso: el de la muerte por enfermedad de su padre, perteneciente a una familia de clase media baja judía en Estados Unidos, que a Roth siempre le pareció un país hecho para los judíos. Y allí está la vida cotidiana sin mayores pretensiones intelectuales, a pesar de que al final Philip Rfoth no ignora los remordimientos que conlleva su oficio de escritor: “Como corresponde a la falta de decoro propia de mi profesión, estuve escribiendo [este libro] durante toda su enfermedad y su agonía.”
En el discurrir a veces balbuceante del padre hay algo muy semejante a la historia con la que todos crecimos en nuestras familias: los abuelos que llegaron de Torreón o de Parral al DF y entraron a trabajar en una compañía de seguros o en una mueblería de San Cosme, el crecimiento de los hijos y la llegada de los nietos, el año en que se jubilaron, el día en que terminaron de estar en este mundo.
Herman Roth —el padre verdadero, el personaje por excelencia de todo novelista— es viudo y ya tiene 86 años; vendedor de seguros, conocido por su genio y su encanto, no parece resignarse a la agresión de un tumor cerebral.
Una y otra vez el habla y repite las mismas historias y el hijo, el narrador, no tiene ninguna pena —ni impaciencia alguna— de hablar de ciertas cosas que podría ocultar por comodidad: el vocabulario limitado del padre, la
trivialidad de las conversaciones, la ilusión de volver a Palm Becah. Y si el escritor no ha de desesperarse es porque ese interlocutor es su origen, es el que lo formó, le dio unos valores, una ética, es el padre al que él superó intelectualmente, con todos sus defectos, al que habrá de acompañarlo a través de su última travesía.
En esa etapa terminal el lector asiste, pues, a un seguimiento del deterioro físico, de las virtudes y las mezquindades de la decrepitud, y empieza a entender que de pronto la herencia más preciada es un tarro para afeitar que el abuelo llevaba al barbero y tiene inscrita su inicial y el apellido Roth. Y ese que puede ser un tarro burdo cobra un significado trascendental, la estafeta de una dinastía familiar que se transmite, que va pasando de padres a hijos, de un país europeo del Este, Polonia tal vez.
Philp Roth no relega el cuidado de su padre a una institución, a algún asilo. Por el contrario, lo acompaña; se hace responsable de su decadencia y no lo abandona en otras manos, como suele sucederf en su país.
Cuando llega el padre de ver al médico,
piensa que tiene una oclusión en el ojo, un nervio lesionado. El hijo consulta a unos neurólogos en Manhattan para ver por qué se está provocando esa parálisis facial, la pérdida del ojo y la caída de la cara. Y es que por dentro, en el tallo del cerebro, al padre le ha crecido un tumor que va a ir invadiendo cada vez más las funciones prácticas, oír, ver, comer, respirar. No sabe si vale la pena exponer al padre de 86 años a una operación de doce horas y que no te certifica que vaya a salir bien librado.
Y así, se convierte en el padre de su padre, al que quiere proteger del dolor, del susto, de la zozobra. De manera muy
pragmática razona que si el tumor ha tardado diez años en desarrollarse y apenas causó una hemiplejía entonces por qué no dejarlo sin operar. Finalmente, como a los dos años de haber tomado esa decisión, sobreviene una crisis, el padre empieza a perder el equilibrio, se le empieza a dificultar tragar y en 1989 llega al
hospital y los médicos le sugieren conectarlo a un aparato para mantenerlo con vida artiificial. Pero ya habían hablado él y su padre sobre un “testamento vital” en el que dejó escrito que preferiría morir de muerte natural. Frente a él, postrado, tiene que decidir, y se dice y se repite “Voy a tener que dejarte ir, papá”, lo cual significa que hay que esperar que la muerte se tome su tiempo en llegar y darle la espalda a todo el avance de la ciencia que se pudo haber manifestado en un respirador mecánico.
Tres semanas después empieza la agonía, a las 12 de la noche del 24 de octubre de 1989, y termina poco después de las 2 de la mañana del día siguiente. Estuvo luchando por cada bocanada de aire con la misma obstinación que marcó su vida.
A lo largo del libro el lector se va haciendo cómplice, como si el autor le integrara en ese viaje hacia la muerte, cómplice de sus decisiones y de sus reflexiones, y al final también descansa cuando el papá fallece. Hay un dolor contradictorio. Trata de alargar al máximo la vida del enfermo, pero por otra parte el verlo sufrir hace pensar en la muerte como en una esperanza.