Monday, February 27, 2006

Ciencia y literatura

La memoria y la percepción se influyen recíprocamente. La percepción no es en ningún modo pasiva, sino un acto creativo: la producción de una idea en la que entran tanto las impresiones sensoriales inmediatas como la manera de ser marcada por la memoria. Esta última, por su parte, es un acto de la imaginación en el que lo pensado una vez es pensado de nuevo y puede ser pensado de manera distinta. No hay nada mejor para ver el papel de la imaginación en la memoria que escuchar a los niños narrando sus experiencias.

—Detlev Ganten en Vida, naturaleza y ciencia.



Una de las cosas que más han fascinado de las neurociencias en los últimos años es que de pronto un descubrimiento conseguido en el campo de la neurobiología ya había sido entrevisto por la literatura. Tal vez por ello a alguien se le ocurrió una vez decir, no sin ironía, que Shakespeare nunca leyó a Freud.
Ahora la confluencia que se da entre los dos ríos, el de la investigación científica y el de la imaginación literaria, puede ser conmovedora. Ejemplo: las más recientes aportaciones de la neurofisiología sobre el funcionamiento de la memoria —de las que han dado cuenta investigadores como Steven Rose y Daniel Schacter— se emparejan con las sutiles percepciones que tuvo Marcel Proust al escribir En busca del tiempo perdido. Y esta convergencia es la que está aludida en aquella antigua sentencia de que “todos los caminos conducen a Roma”. Por caminos diferentes se llega a las mismas conclusiones.
En su libro de 1988, La invención de la memoria, que bien podría ser el título de un libro de poemas o de una novela, Israel Rosenfield se propone hacer ver cómo funciona la memoria y las dificultades que ha tenido la ciencia para determinar su localización en el cerebro. Tal vez sea necesario un entrenamiento en neurofisiología para entenderlo a cabalidad; sin embargo, para el lector no especialista lo primero que se pone de manifiesto en el libro es la honestidad intelectual de Rosenfield —profesor en City University de Nueva York— al dar crédito a Proust y a otros pensadores como Thomas Hobbes y Samuel Beckett.
En su ensayo de 1931 sobre Proust, Samuel Beckett comenta: “El hombre con buena memoria no recuerda nada porque no olvida nada.”
Y en Leviatán, de 1615, Thomas Hobbes ya recoge la homologación que en otras culturas y en otras lenguas se ha dado entre memoria y fantasía: “La imaginación y la memoria son una y la misma cosa que por diversas consideraciones tienen nombres distintos.”
Lo que capta Marcel Proust es una memoria involuntaria y otra voluntaria o deliberada. Cuando nos esforzamos por recordar algo el recuerdo invocado a fuerzas suele ser opaco, desdibujado, mientras que el recuerdo que se produce de manera involuntaria —cuando el olor de una galleta en el té nos retrotrae a una escena de nuestra infancia sin querer— es más nítido y más brillante.
La coincidencia está en el carácter distorsionador de la memoria. Recordamos lo esencial del asunto, no los detalles. Y cada vez que recordamos lo hacemos con intensidades y colores distintos porque la memoria está muy motivada por nuestro presente y nuestro estado emocional.
Entre memoria e invención literaria hay entonces una íntima relación. Cuando Jorge Semprún habla de los campos de exterminio durante el régimen nazi advierte que el testimonio de los sobrevivientes no puede quedar “en bruto”. Tiene que ser reelaborado. “Para que la verdad de aquel horror sea asequible y digerible tiene que expresarse a través de la ficción.” Ese procesamiento ha de hacerse, pues, con el cedazo de la memoria que, según Milton Hatoum, transforma la realidad “en un microcosmos refractario, nebuloso o, por qué no decirlo, fabuloso”.
Lo cierto es que en ninguna época como la de ahora se habían tendido tantos puentes entre la neurofisiología (la ciencia del cerebro) y la literatura, tal vez porque no se habían difundido tanto los estudios de Antonio Damasio, Oliver Sacks e Israel Rosenfield. Si hoy en día se empalman los descubrimientos de los neurólogos con las observaciones que hicieron Marcel Proust o Primo Levi, en lo que concierne a la forma en que opera la memoria, es porque la neuroobiología y la literatura tienen algo en común: su estudio sobre la percepción y sus anomalías, la constante pregunta que ambas se hacen sobre el modo en que reaccionan los cinco sentidos (el gusto, la vista, el olfato, la vista, el tacto y el oído). Científicos y narradores coinciden en que la memoria (fragmentada, incompleta, intermitente) no se presenta ni sucesiva ni cronológicamewnte sino en ráfagas más o menos veloces como las de los sueños, en una suerte de no tiempo o en una dimensión en la que no corre el tiempo, y siempre dentro de un contexto emocional: a partir del miedo, la envidia, el coraje, la ternura, los celos, el pánico, el placer, la ansiedad.
Lo que sostiene Rosenfield es que la memoria no es un almacén ni un archivo. No gira en el cerebro ningún disco duro o que reproduzca una cinta magnetofónica. No se trata de un sistema alámbrico ni inalámbrico. Al cerebro hay que tratar de entenderlo en términos biológicos y no mediante analogías con la electrónica o la cibernética.
Así, la memoria no reproduce sino que inventa, recategroriza y reclasifica. La memoria no es la repetición exacta de una imagen en el cerebro, sino una recategorización en el insodable cosmos de la bioquímica y el metabolismo cerebrales.
Cada persona es irrepetible, única. No hay dos personas iguales. Sus percepciones son creaciones, y su memoria es parte de un continuo proceso de la imaginación. Recordar es organizar en categorías el mundo que nos rodea. Es una reconstrucción imaginativa de manera nueva y sorprendente donde se confunden los diferentes sistemas de percepción sensorial (el gusto y la vista, el olfato y el oído, el tacto) que también actúan en la creatividad literaria.

Friday, February 10, 2006

Neurología y literatura

Desde que en 1982 Oliver Sacks publicó El hombre que confundió a su mujer con un sombrero empezó a llamar la atención no sólo de la comunidad médica sino también de los amantes de la literatura narrativa.
Su buena prosa, su sentido del relato, su intuición verbal para crear personajes, han hecho de sus historias clínicas algo más que simples anécdotas de un médico que se pone a contar sus experiencias (como las consabidas historias de los médicos rurales). El hombre no sólo sabe escribir. También sabe escoger aquello que de más humano e individual hay en las enfermedades y en las alteraciones de la percepción. Trabaja, como los poetas, los novelistas y los dramaturgos, con los cinco sentidos de la percepción sensorial: el gusto, el tacto, el oído, la vista, el olfato. Es decir, desde el campo de la neurología el médico escritor nacido en Londres en 1933 (trabaja en un hospital de Nueva York, desde que se instaló allí en los años 60 luego de estudiar neurología en California) se mueve dentro de lo mismo que siempre ha llamado la atención de los escritores: la experiencia y la memoria, la percepción y la distorsión del tiempo y del espacio. Por eso de todas las parcelas de la ciencia la neurología es la que más se aproxima a la literatura. Porque ambas ——neurología y literatura—— tienen que ver con la percepción y sus problemas, sus matices y sus colores.
“Escritor de frontera” se le ha llamado porque su destacada labor en la neurología ha logrado plasmarse con originalidad y estilo en el campo literario. Así se vio desde su primer libro, Migraña, y en las historias clínicas recogidas en Despertares, El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, Un antropólogo en Marte, Con una sola pierna, La isla de los acrómatas, en los que se muestra fiel a la idea clásica de que no hay enfermedades sino pacientes, no hay pacientes sino seres humanos individuales.
De Despertares, recuento de la enfermedad del sueño (pacientes que se quedaron dormidos durante veinte y treinta años hasta que se les despertó con una droga), se hizo aquella película del mismo título con Robert De Niro y Robin Williams. También inspiró una obra de teatro, Una especie de Alaska, de Harold Pinter, en la que una mujer despierta sin saber quién es: si la joven de catorce años que entró en el sueño o la mujer de cuarenta que despertó: un dilema apasionante sobre la identidad personal.
Lesiones y tumores cerebrales, problemas asociados a la memoria, comportamientos extraños como los del mal de Tourette, la ceguera de los colores, aparecen y reaparecen en sus “neurohistorias” con una amenidad disfrutable por cualquier lector no especializado. Migraña ha sido uno de los libros más ansiosamente buscados y leídos por quienes padecen de este malestar: un alivio, una esperanza, una enseñanza.
Se sabe que los descubrimientos de la neurología nunca habían sido tantos como los que se han hecho en los últimos veinte años. El cerebro sigue siendo terra incognita en muchos sentidos y de eso también se deduce la fascinación que provocan los estudios de Olivar Sacks, quien despacha en una sencilla oficina del Greenwich Village en Nueva York. Nunca deja de citar a su maestro ruso el neurólogo A. R. Luria, cuyos trabajos iniciaron al público lector en los misterios del cerebro humano, especialmente en lo que se refiere al enigma de la memoria.
La memoria inventa. No reproduce. La memoria interpreta. No es una disco, ni un archivo, ni una cinta grabada. Recordar es siempre reconstruir, no reproducir. “La memoria no es algo mecánico. ni se parece a una cámara fotográfica: toda percepción es una creación, toda memoria una recreación: el hecho de recordar no es sino relacionar, generalizar, recategorizar”, dice Sacks apoyándose en el neurocientífico alemán Gerald Edelman.
Como el de todos los grandes novelistas —y se inscribe en la línea de los grandes médicos escritores, como Chejov, Johnathan Miller, Lewis Thomas— su tema es el ser humano y la identidad personal, que también, y tanto, intrigaba a Luigi Pirandello.
En Un antropólogo en Marte se incluye “Vida de un cirujano”, el caso de un médico poseído por el mal de Tourette: tics compulsivos, mímica involuntaria, repetición de palabras y actos de los demás, pronunciación constante de maldiciones u obscenidades. Lo curioso de este padecimiento, descrito por el médico francés Gilles de La Tourette en 1885, es que el paciente, como el cirujano de Sacks, entra en una fase de gran serenidad en momentos de objetiva tensión, cuando se emplea a fondo en la sala de operaciones o cuando pilotea una avioneta.
En otro de sus casos, en el del señor Thomson, observa que para ser nosotros mismos tenemos que contarnos, relatarnos. Tenemos una historia biográfica, una narración interna, cuya continuidad es nuestra vida misma. Cada uno de nosotros edifica y vive una narración que lo constituye. Necesita esa narración interior, continua, para mantener su identidad: su yo.

Memoria y progenitor

El movimiento perpetuo de la memoria supone una reconstrucción imaginativa del asunto recordado. Por eso para Marcel Proust sólo de los recuerdos involuntarios puede extraer el artista la materia prima de su obra: son los únicos que poseen una impronta de autenticidad y, además, nos devuelven las cosas con una exacta dosificación de memoria y olvido.
Según la novelista Toni Morrison, la memoria enciende un proceso de invención narrativa, sobre todo cuando al escribir no puede confiar en la sociología o la literatura de otros autores que le insinúen la verdad de sus propias fuentes culturales.
Para Eudora Welty, en cambio, “la memoria es algo vivo, algo que está en tránsito. Y mientras dura su instante, todo lo que se recuerda se junta y vive: lo viejo y lo nuevo, el pasado y el presente, los vivos y los muertos”.
Sólo de manera muy tenue y no deliberada pueden discernirse los lazos entre la memoria y el fantasma del padre, que es un motivo de señalamiento constante, un cable a tierra, a veces un centro de irradiación obsesivo en la obra de Franz Kafka y Juan Rulfo.
“Vino a su memoria la muerte de su padre”, dice el ubicuo narrador en Pedro Páramo:
“Nunca quiso revivir ese recuerdo porque le traía otros, como si rompiera un costal repleto y luego quisiera contener el grano. La muerte de su padre que arrastró otras muertes y en cada una de ellas estaba siempre la imagen de la cara despedazada; roto un ojo, mirando vengativo el otro.”
El cuentista Raymond Carver, nacido en Clatskanie, Oregon, en 1938, nunca se asumió como un intelectual sino simplemente como una contador de historias, como un escritor de ficción poco preocupado por las elaboraciones teóricas. Sin embargo, si se lo preguntaban, dejaba ver casi sin quererlo la importancia que tuvo su padre en su decisión de ser escritor. Porque de su padre, gran lector de Zane Gray, escuchaba siempre, de niño, involuntarias historias de vaqueros, es decir, relatos sin intenciones literarias pero embelesedores.
Autor de ¿Quieres hacer el favor de callarte por favor? y De qué hablamos cuando hablamos de amor, Carver no podía traer a la memoria conversaciones enteras, y por eso tenía que inventar las conversaciones de sus cuentos.
Cuenta por ejemplo que antes de escribir su poema “Posser” despertó una mañana pensado en su padre. “Había muerto dos años atrás, pero esa noche se había aparecido en los márgenes de un sueño que tuve. Traté de atrapar algo del sueño, pero no pude. Pero esa mañana empecé a pensar en él y a recordar algunas cacerías en las que anduvimos juntos. Luego de manera muy clara recordé los campos de trigo sobre lo que habíamos cazado, y me acordé del pueblo de Posser y de cómo las luces aparecían de noche ante nosotros, tal y como aparecen en el poema.”
Sea como haya sido, lo cierto es que el retrato más explícito que escribió fue “La vida de mi padre”. Podría ser de pura fantasía literaria, pero asimismo autoficción pura. El cuento es de una simpleza aterradora en su confección. Lo que más llama la atención es su poder evocativo, su naturalidad —espontánea o trabajada— para hacer presentes a personajes absolutamente desprovistos de alguna importancia social, como recomendaba Chejov. Seres comunes y corrientes. Simples y complejos seres humanos. Nada heroicos.
En “La vida de mi padre” consigue, a partir de un lenguaje común y corriente, casi trivial, crear una gran tensión, de un poder inmenso, casi perturbadora, “un escalofrío en la espina dorsal del lector”.
Pinta a su padre. Lo ubica en el pasado y lo ve con sus ojos de niño, con sus ojos de adulto, con sus ojos de huérfano. Porque más que la vida de su padre lo que tiene lugar, como momento cumbre, es la muerte de su padre.
“Estaba borracho y sentíamos que la casa se estremecía cuando sacudía la puerta. Cuando logró forzar una ventana, mi madre lo golpeó en la frente con un colador y lo noqueó.”
Perdía un trabajo tras otro. Por fin se colocó en un aserradero, en Clatskanie, Oregon. Todo depende de un hilo, decía en una carta escrita a lápiz. Estaba enfermo, se había cortado con una sierra, tal vez una pizca de acero le había quedado en la sangre, bebía un “whisky rudo”.
“Creo que por un momento no quise reconocerlo. Estaba flaco y pálido y parecía aturdido. Los pantalones se le caían. No parecía mi papá.” Pero lo más curioso es que cuando pierde una fotografía, cuando carece de todo punto de referencia material, se desata el trabajo de la memoria. “Fue entonces cuando traté de recordarla e intenté al mismo tiempo decir algo sobre mi papá, y por qué pensaba que en ciertos aspectos importantes nos parecíamos.”
Carver escribió el poema que va en el cuento cuando él también estaba teniendo problemas con el alcohol. Lo fechó literariamente en octubre y no en junio, cuando murió su padre.. Literariamente junio “no era el mes en que moría el padre de uno”. Octubre en cambio, el mes inventado, era un mes “de días cortos y de luz declinante, humo en el aire, cosas que perecen”.
Pensó que recordaría todo lo que se dijo en el funeral y que podría contarlo alguna vez. “Pero no. Lo olvidé todo, o casi todo. Lo que recuerdo es que esa tarde nuestros nombres se escucharon mucho, el nombre de papá y el mío.” Raymond. Raymond. Raymond Carver.

Padre y memoria

Tesis sin pruebas, según Octavio Paz, el ensayo literario propone, sugiere, insinúa; aspira a la persuasión y sólo puede encomendarse a las pautas que aconseja la retórica en su parte más importante: la argumentación.
Preguntarse cuál es el papel de la memoria en la invención literaria —en el proceso creador de la literatura— supone entender de qué manera en cualquier ser humano —y no sólo en el escritor— el pasado informa al presente no menos que el presente informa al pasado, en el juego de una doble perspectiva. Tanto en la autobiografía como en la novela la memoria es el revés de la trama, el otro lado de la Luna. Ya en 1932 el inglés Frederick Barlett, en un análisis sobre “La memoria de Shakespeare” y adelantándose a los estudios de la neurobiología actual, vislumbraba que el movimiento perpetuo de la memoria supone una reconstrucción imaginativa de la materia recordada.
Marcel Proust intuía que al recordar uno incorpora un factor añadido a la cosa real, a la experiencia resucitada a través de la imaginación, como si la memoria jugara el papel de inventar otra ”realidad”, aparente o imaginada, que se empalma con cualquier instante del pasado. En esa transfiguración cuenta de modo significativo el componente emocional, puesto que ni la conciencia ni la memoria reviven sin los tintes de la emoción.
“Hay una gran diferencia entre la verdadera impresión que hemos tenido de una cosa y la impresión ficticia que nos damos cuando intentamos voluntariamente representárnosla”, dice Marcel el narrador al final de El tiempo recobrado. No la memoria buscada intencionalmente, con los recursos de la inteligencia, sino la memoria involuntaria es la única que nos hace disfrutar de la misma sensación en una circunstancia totalmente distinta: “La liberan de toda contingencia, nos transmiten la esencia extratemporal, la que constituye precisamente el contenido del estilo elevado, de esa verdad general y necesaria que sólo la elevación del estilo es capaz de reflejar.”
La memoria voluntaria (una memoria de la inteligencia y de los ojos) no nos da el pasado sino rostros desprovistos de verdad.
Pero si un olor, un sabor recobrados en una circunstancia totalmente distinta, despierta en nosotros, a nuestro pesar, el pasado, notamos cuán distinto era ese pasado de lo que creíamos recordar, pasado que nuestra memoria voluntaria pintaba con colores carentes de verdad.
Así, para Proust, sólo de los recuerdos involuntarios debería extraer el artista la materia prima de su obra.
“En primer lugar, precisamente porque son involuntarios —porque se forman de sí mismos, atraídos por la semejanza de un minuto idéntico— son los únicos que poseen una impronta de autenticidad. Además, nos devuelven las cosas con la exacta dosificación de memoria y olvido.”
Lo que a Vladimir Nabokov le cautiva es el uso que la memoria hace de ciertas armonías cuando ella, la memoria, despliega las erráticas tonalidades del pasado.
Como Proust, Nabokov y otros, podría pensarse en la música como una metáfora de la habilidad que la memoria tiene de reagrupar, desde el flujo del tiempo, cualquier cantidad de imágenes y hechos que, por triviales que sean, secretan una coloración emocional que los relaciona entre sí.
La memoria, dice Patricia Hampl, tiene que escribirse porque cada uno de nosotros tiene que tener una versión creada del pasado: “Creada: es decir, real, tangible, hecha de la materia de una vida vivida en un lugar concreto y en la historia.”
A Toni Morrison la memoria le ha importado en la creación de su obra novelística porque “enciende un proceso de invención”, y porque ella, Toni Morrison, no se puede atener a que la sociología o la literatura de otros autores la encaminen a conocer la verdad de sus propias fuentes culturales.
En Eudora Welty la experiencia de la memoria tiene otros matices:
“A medida que vamos descubriendo algo, recordamos. Al recordar, descubrimos. Y esto lo experimentamos con mayor intensidad cuando nuestros viajes interiores confluyen.
“En esos puntos de confluencia, nuestra experiencia vital es uno de los terrenos más dramáticos en los que vive la ficción.
“Y la mayor confluencia de todas es la que posibilita la existencia de la memoria humana e individual.
“La memoria que yo tengo es mi tesoro más preciado, tanto en mi vida como en mi obra de escritora.
“Aquí, el tiempo es también objeto de una confluencia.
“La memoria es algo vivo, algo que está en tránsito. Y mientras dura su instante, todo lo que se recuerda se junta y vive: lo viejo y lo nuevo, el pasado y el presente, los vivos y los muertos.”


Sam Shepard

Si por lo menos en dos narradores norteamericanos —Sam Shepard, Raymond Carver— es perceptible la figura del padre, la del padre alcohólico, sólo de manera muy tenue y no deliberada (no consciente) pueden discernirse los lazos entre la memoria y el fantasma del padre. Esta asociación es menos evidente en Sam Shepard, el menos especulativo de los tres, pero tanto en Shepard como en Carver y Auster la referencia al padre es más que recurrente: es un motivo de señalamiento constante, un cable a tierra, a veces una obsesión emparentada con ese centro de irradiación proliferante que representa el padre en la obra de Franz Kafka y Juan Rulfo.
“Vino a su memoria la muerte de su padre, también en un amanecer como éste; aunque en aquel entonces la puerta estaba abierta y traslucía el color gris de un cielo hecho de ceniza, triste, como fue entonces.
“Nunca quiso revivir ese recuerdo porque le traía otros, como si rompiera un costal repleto y luego quisiera contener el grano. La muerte de su padre que arrastró otras muertes y en cada una de ellas estaba siempre la imagen de la cara despedazada; roto un ojo, mirando vengativo el otro. Y otro y otro más, hasta que la había borrado del recuerdo cuando ya no hubo nadie que se la recordara.”
En Crónicas de motel, paisajes y retratos ubicados en el suroeste norteamericano, entre Nuevo México, Arizona y California, Shepard se constriñe a lo indispensable descriptivo, a historias apenas esbozadas, fragmentos de autoficción intencionadamente truncos. Por ahí aparece el padre en persona y en personaje, con chamarra de aviador de la segunda guerra y sus pantalones khakis y su herida de guerra en la nuca y su botella de whisky.
Todo en el viejo bombardero de B54 sugiere la proyección de la mirada filial. Nombrar al padre es quererlo: percibir su ternura, no juzgar su alcoholismo, sonreír. El viejo acumula memoria en su colección de discos que guarda alineada, “coleccionando polvo de Nuevo México”. “Mi Papá tiene una foto de una señorita española completamente cubierta de nata batida.”
La memoria está en todas partes, en las paredes cubiertas de imágenes, de pasado, en recortes de revistas, en la concreción por excelencia del tiempo detenido: la fotografía. Y su colección de bachas de cigarro metidas en una caja de café Yuban habla asimismo de un modo de estar en la última edad.
“Se gastó en Bourbon todo lo que le di para comida. Llenó el refrigerador de botellas. Se hizo cortar el pelo a la cepillo, como un piloto de caza de la Segunda Guerra Mundial. Sonreía satisfecho cada vez que se pasaba la mano por los tiesos pelos. Dijo que se lo cortaban así para que les encajasen bien los casos. Me enseñó las cicatrices de la metralla, que aún se le notan en la base del cuello.”
“Siempre que oía pasar un avión por encima de nuestras tierras mi Papá tenía la costumbre de pasarse los dedos por la cicatriz de la metralla que tenía en la nuca.”
“Mencionaba a los B54 en un tono sombrío, casi religioso. Sólo decía el nombre abreviado, una letra y un número: B54.”
Es la memoria del padre, no del hijo. Sin embargo, el narrador desliza un comentario:
“Me sorprende la nostalgia que siento por épocas que apenas sí recuerdo bien. Nunca pienso en mi experiencia de los años cuarenta. Los años cuarenta están reservados para la generación de mis padres y para pilotos con chamarra de cuero y cuello de piel, que sonríen desde la cabina de sus aviones.”
En los cuentos de Cruzando el paraíso, que en su edición primera lleva como portada una fotografía de Manuel Álvarez Bravo, el lector se topa con un epígrafe de Juan Rulfo, unas líneas de “El llano en lamas” alusivas a la paternidad, aquel famoso diálogo sobre el reconocimiento de un hijo, el Pichón. Ahora sí, transmutado en personaje, transferida de criatura en personaje, el padre no es el de la autoficción sino el de la mentira literaria, un padre alcohólico cuyos desfiguros van dando su condición patética. O al menos es ésa la imagen del padre que está en “El auténtico Gabby Hayes”, “Cruzando el paraíso”, y “Un pequeño círculo de amigos”. El padre que dispara con una 22 a unas latas de cerveza en el desierto, el padre que destroza una habitación, el padre que muere carbonizado en una cama de hotel.
La relación de odio y amor entre padre e hijo tal vez esté más clara en una obra de teatro, donde Shepard se emplea más a fondo, como Mentiras de la mente, donde Jake pretende que su madre extraiga literalmente la urna con las cenizas de su padre, rehabilitándolo grotescamente e imponiendo su presencia espectral e incancelable.
“En Loco de amor”, dice Claudio Gorlier, “el padre se asoma con creciente urgencia, demiurgo implacable e invisible titiritero, que reaparece transformado en objeto insuprimible de la memoria”. Probablemente en ninguna otra obra de Shepard el padre encarnado comparezca con tanta gravedad, hablando desde el más allá de la muerte, como entre sueños. Dado que en el teatro de Shepard el espacio es más emocional que físico, los planos se rompen, “Loco de amor va teniendo lugar tanto dentro de los sentimientos de los personajes como en los confines del escenario. Las escenas con el padre, por ejemplo, no son repentinos brincos a la fantasía (como si fueran secuencias de sueños) sino que están presentes en el espacio tanto como lo están en el tiempo”, escribe Ross Wetzsteon.



Raymond Carver


Como Sam Shepard, Raymond Carver nunca se asumió como un intelectual sino simplemente como una contador de historias, como un escritor de ficción poco preocupado por las elaboraciones teóricas.
Cuando por alguna razón incidental, un artículo de encargo o una entrevista, se ponía a pensar y compartía algunas percepciones sobre su propio oficio de cuentista, dejaba ver casi sin quererlo la importancia que tuvo su padre en su decisión de ser escritor. Porque de su padre, gran lector de Zane Gray, escuchaba siempre, de niño, involuntarias historias, es decir, relatos sin intenciones literarias pero embelesedores. ¿Qué le hizo desear escribir?
“La única explicación que pudo encontrar es que mi papá me contaba muchísimas historias de cuando él era chico, y de su papá, y de su abuelo, que había combatido en la Guerra Civil, en ambos bandos.
“Me encantaba escuchar sus relatos. De vez en cuando me leía algo de lo que estaba leyendo. En realidad me contaba anécdotas, sin nada moral en ellas, acerca de los vagabundos por el bosque.”
Recuerda a su padre cuando lo esperaba en la parada de los autobuses y el papá no llegaba porque se había ido a beber con sus amigos del aserradero.
“Yo solía quedarme dado vueltas para esperar el siguiente autobús, pero ya sabía que tampoco vendría en ése.”
Aquí y allá, de vez en cuando, sin que tampoco le obsesionara, Carver se asumía como un ser disperso. Reconocía su ansiosa incapacidad para concentrarse en cualquier cosa por periodos prolongados. Tal vez por eso se concentró o se especializó en el cuento, no en la novela. Y en el poema.
Tenía mala memoria, o no tenía muy bien cierta clase de memoria, en la que uno se pone a pescar con los anzuelos de la voluntad y la inteligencia intelectual. Olvidaba mucho de lo que le había pasado en la vida, según confesión propia, lo cual no dejaba de ser una bendición. “Paso por largos periodos en los que no puedo recuperar ni dar cuenta de ciudades y pueblos en que he vivido, nombres de personas, las personas mismas. Grandes vacíos.”
Carver no podía traer a la memoria conversaciones enteras, y por eso tenía que inventar las conversaciones de sus cuentos. Las cosas que cuenta realmente nunca sucedieron, pero tienen un parecido con ciertas ocurrencias o situaciones de la vida. Cuando trata de recordar se siente perdido. Tiene que inventar, inventa lo que dicen, aunque en algún diálogo pueda haber una frase real.
Cuenta por ejemplo que antes de escribir su poema “Posser” despertó una mañana pensado en su padre. “Había muerto dos años atrás, pero esa noche se había aparecido en los márgenes de un sueño que tuve. Traté de atrapar algo del sueño, pero no pude. Pero esa mañana empecé a pensar en él y a recordar algunas cacerías en las que anduvimos juntos. Luego de manera muy clara recordé los campos de trigo sobre lo que habíamos cazado, y me acordé del pueblo de Posser, un lugarcillo donde veces nos deteníamos a comer algo en la noche cuando terminábamos la caza. Era el primer pueblo que encontrábamos después de los trigales, de repente recordé cómo las luces aparecían de noche ante nosotros, tal y como aparecen en el poema.”
Con todo, sí podía recordar algunas cosas. Pequeñeces: alguien que dice algo de una manera determinada; la risa estrepitosa o sofocada, nerviosa; un paisaje; una expresión de tristeza o de perplejidad en la cara de alguien.
La emoción cuenta mucho en el despertar de su memoria. No puede evitar recordar aquellas cosas que estuvieron insertas en un contexto emocional:
“Puedo recordar algunas cosas dramáticas, a alguien que empuña un cuchillo y se vuelve colérico contra mí, u oír mi propia voz cuando amenaza a alguien. Ver a alguien que rompe una puerta o que cae por una escalera. Algunos de esos tipos de memoria más dramáticos los puedo recuperar cuando los necesito”.
Sea como haya sido, lo cierto es que el retrato más explícito que escribió sobre su progenitor es “La vida de mi padre”. Podría ser de pura invención literaria, pero asimismo autobiografía o autoficción puras. El cuento es de una simpleza aterradora en su confección. Lo que más llama la atención es su poder evocativo, su naturalidad —espontánea o trabajada— para hacer presentes a personajes absolutamente desprovistos de alguna importancia social, como recomendaba Chejov. Seres comunes y corrientes. Simples y complejos seres humanos. Nada heroicos.
Parecería frialdad, desapego, el tono narrativo que evidentemente está en boca del hijo. Lo que dijo conscientemente lo lleva a la práctica: “Lo que crea tensión en un escrito literario es en parte la manera como las palabras concretas se enlazan para conformar la parte visible del cuento. Pero son también las cosas que se dejan fuera, las que están implícitas, el paisaje detrás de la chata pero a veces quebrada y precaria superficie de las cosas.”
En “La vida de mi padre” consigue, a partir de un lenguaje común y corriente, casi trivial, “crear un poder inmenso, casi perturbador… […], producir un escalofrío en la espina dorsal del lector”.
De donde se desprende el drama es del conjunto y del efecto que la totalidad de la historia propicia en quien lo lee.
Pinta a su padre. Lo ubica en el pasado y lo ve con sus ojos de niño, con sus ojos de adulto, con sus ojos de huérfano. Porque más que la vida de su padre lo que tiene lugar, como momento cumbre, es la muerte de su padre.
“Estaba borracho y sentíamos que la casa se estremecía cuando sacudía la puerta. Cuando logró forzar una ventana, mi madre lo golpeó en la frente con un colador y lo noqueó.”
Perdía un trabajo tras otro. Por fin se colocó en un aserradero, en Clatskanie, Oregon. Todo depende de un hilo, decía en una carta escrita a lápiz. Una postal anónima trajo la noticia de que estaba enfermo, que se había cortado con una sierra, que tal vez una pizca de acero le había quedado en la sangre, que bebía un “whisky rudo”.
“No lo reconocí de inmediato. Creo que por un momento no quise reconocerlo. Estaba flaco y pálido y parecía aturdido. Los pantalones se le caían. No parecía mi papá.” Pero lo más curioso es que cuando pierde la fotografía, cuando carece de todo punto de referencia material, se desata el trabajo de la memoria. “Fue entonces cuando traté de recordarla e intenté al mismo tiempo decir algo sobre mi papá, y por qué pensaba que en ciertos aspectos importantes nos parecíamos.”
Carver escribió un poema en momentos en que él también estaba teniendo problemas con el alcohol. Lo fechó literariamente en octubre y no en junio, cuando murió su padre.. Literariamente junio “no era el mes en que moría el padre de uno”. Octubre en cambio, el mes inventado, era un mes “de días cortos y de luz declinante, humo en el aire, cosas que perecen”.
Pensó que recordaría todo lo que se dijo en el funeral y que podría contarlo alguna vez. “Pero no. Lo olvidé todo, o casi todo. Lo que recuerdo es que esa tarde nuestros nombres se escucharon mucho, el nombre de papá y el mío.” Raymond. Raymond. Raymond Carver.

Recuerdo, luego existo

Así como aún no existe México una reglamentación sobre la publicidad engañosa, tampoco parece que la Dirección General de Cinematografía sirva de algo para impedir que la imbecilidad de los distribuidores de películas ofenda la inteligencia del público mexicano con sus traducciones estúpidas. Una película tan bella y tan conmovedora como Iris —cuyo tema fundamental es la pérdida de la memoria: la enfermedad del Alzheimer— se ofrece a los espectadores con un título que sugiere exactamente lo contrario del drama: “Recuerdos imborrables”, cuando de lo que trata la cinta es de cómo los recuerdos se borran.
No se sabe muy bien si en el pasado existía ya la enfermedad o si el Alzheimer —al elevarse la edad en la expectativa de vida— se refiere a un padecimiento más grave y más complejo que el que antes se reconocía como “demencia senil”.
El caso es que en Iris —dirigida por Richard Eyre y actuada por Judi Dench, Jim Broadbent y Kate Winslet— se cuentan los últimos momentos de la escritora irlandesa Iris Murdoch que murió el 8 de febrero de 1999 a los 79 años. Es el mismo asunto que recrea el documentalista Richard Dindo en La enfermedad de la memoria, un reportaje realizado en Nyon, a un paso de Ginebra, mediante entrevistas con los enfermos y con sus familiares.
Parece evidente que el guión de la película se informa en lo posible de Elegía a Iris (Alianza Editorial, Madrid, 1999), el libro que escribió el crítico y novelista John Bayley, esposo de Iris Murdoch durante cuarenta años. Cuando advierte los primeros síntomas anota en su cuaderno:
“Esa niebla insidiosa, apenas perceptible hasta que todo lo que tienes a tu alrededor desaparece por completo. Después de eso, ya no es posible creer que exista un mundo fuera de la niebla.”
La narración se va dividiendo en dos tiempos paralelos: el de juventud, que interpreta Kate Winslet, y el de la edad madura, el de los grandes momentos de lucidez, que corre a cargo de Judi Dench.
En la presentación de los primeros minutos, Iris Murdoch (de quien Joaquín Diez Canedo publicó en México, en 1964, su novela El Unicornio) aparece la novelista y filósofa en su gran momento: da una conferencia sobre el valor de la educación y sostiene que si bien es cierto que la educación no nos da la felicidad sí nos permite, en cambio, darnos cuenta de cuándo somos felices. Sólo unas cuantas frases, las pocas que permite el lenguaje cinematográfico para no dilatarse demasiado en ideas abstractas, bastan para dar al personaje, la autora de El rojo y el verde, y El mar, el mar, ganadora del premio Booker en 1978.
Bayley intenta mostrar en su bello libro el paulatino desvanecimiento de su pareja (lo fue escribiendo a medida que ella se deterioraba y lo publicó a fines de 1998, dos meses antes) y los apagones de su memoria compartida. Ya hacia 1994 aparecen algunos signos: “No consigo recordar quién es ni qué hace”, dice Iris respecto a su personaje en Jackson’s Dilemma. Le sucede algo parecido a lo que sufrió el historiador norteamericano William Manchester: perdió la capacidad de establecer conexiones.
“Resulta muy agradable estar sentado en la cama con Iris dormida a mi lado, roncando suavemente. Cuando me entra el sueño tengo la sensación de estar flotando río abajo, mirando toda la basura de la casa y de nuestras vidas —tanto lo bueno como lo malo—, contemplando cómo se hunde lentamente en las aguas oscuras hasta desaparecer en las profundidades.”
En el caso de una escritora como Iris Murdoch es de imaginar que la desesperanza se troca en ansiedad, en pánico, más que en otros casos. Porque en un escritor la memoria es un sedimento de la experiencia que habrá de transmutarse en palabras narrativas: constituye el mecanismo mismo de la invención literaria y de la imaginación.
“Me gusta esa idea de la memoria como maceración de la experiencia”, dice Luis Mateo Díez, “y una de las frases más plásticas y significativas que oído en mi vida proviene de Antonio Lobo Antunes: que la imaginación no es otra cosa que la memoria fermentada. La memoria del narrador es el depósito que mejor contiene los elementos literarios de su experiencia, ese humus que salva del olvido lo que merece perpetuarse en la escritura mientras se macera.”
John Bayley iba sintiendo, a medida en que escribía su libro, que gran parte de su propia vida entraba en una dimensión sin retorno. Tambien él sospechaba en sí mismo una ligera pérdida de la memoria y se iba quedando solo, “encadenado a un cadáver muy querido”, según le decía alguien.
Lo que cambia es la percepción del mundo: “Uno necesita sentir que la individualidad de su consorte no se ha diluido en los síntomas comunes de un cuadro clínico”.
Como cuando ciertos enfermos de sida se ven afectados en su neurología, también en las víctimas del Alzheimer uno siente que primero se muere la persona y después el cuerpo. Hay un momento en que el ser querido ya no está. Nadie responde. No nos reconoce. Nadie reconocible habita ese cuerpo sin memoria porque finalmente lo que se ha extraviado para siempre es su identidad personal. Su yo. Su ser para los demás y para sí mismo.

La loca de la casa

Para escribir mis cuentos yo elijo
que sucedan en una época un poco lejana
y en un lugar un poco lejano.
Eso me da libertad para fantasear
e incluso falsificar. Puedo mentir
sin que nadie se dé cuenta y, sobre todo,
sin que yo mismo me dé cuenta.

—Jorge Luis Borges


Casi siempre se ha asociado la fantasía con la dispersión y la tendencia a papar moscas, es decir, a perder el tiempo. Sin embargo, la fantasía es la madre de todos los inventos, tanto en la investigación científica como en la creación literaria e incluso en la política. Gracias a la fantasía se pone en funcionamiento la memoria creativa y también la versión que nos vamos construyendo respecto a nosotros mismos porque toda autobiografía, en última instancia, es una ficción.
Luigi Pirandello, el dramaturgo siciliano, confesaba que desde muy joven estaba al servicio de su arte una doncella esbeltísima que se llamaba Fantasía. Tenía que abandonarse a ella, sin ningún miedo, pues la fantasía, un poco despechada y burlona, se divertía trayéndole a su casa a la gente más descontenta del mundo para que él sacara cuentos, novelas y comedias. Una vez la inquieta doncella tuvo a bien traerle a casa toda una familia y Pirandello no se la quitó de encima hasta no escribir Seis personajes busca de autor. Y la verdad es que todos somos personajes en busca de un autor que nos diga quiénes somos. ¿Quién soy yo, cómo me ven los otros, cómo soy para los demás y para mí mismo? ¿Quién soy yo como criatura que flota ignorante e inerme en el universo?
Cuando el cerebro sin memoria se diagnostica como mal de Alzheimer el enfermo entra en una de las fases terminales más crueles y humillantes de la existencia: primero muere la persona y luego —a veces mucho tiempo después— el cuerpo. Con la pérdida de la memoria pierde también su capacidad de fabulación, es decir, la fantasía que lo iba llevando vivo a lo largo del camino. Porque la memoria, dice José Antonio Marina, “no es un lastre que debemos soltar para ir más ligeros, sino el combustible que nos permite volar”. La memoria inteligente es un sistema dinámico. “No es un almacén, ni un cementerio, ni un destino, sino una riquísima fuente de operaciones y ocurrencias.”
Por eso siempre que se hable de la memoria habrá que hablar de sus pares o de sus sinónimos: de la imaginación y la fantasía, de la verdad y la mentira, de la invención y la identidad personal. Para acabar pronto: no podríamos vivir ni pensar sin memoria. La necesitamos para tomarnos un vaso de agua, para llevarnos la cuchara a la boca, para reconocer a un amigo en la calle, para utilizar las palabras al escribir un artículo sobre la memoria. “Un organismo sin memoria no podría ni siquiera percibir: vemos, interpretamos y comprendemos desde la memoria”, añade José Antonio Marina, el filósofo español.
La fantasía abona de igual manera el sistema de creencias, la religión y las ideologías que necesitamos para no volvernos locos en este mundo de locos. Y las creencias no se discuten porque están llenas de afectos y emociones que no siempre tienen que ver con la racionalidad. Tienen que ver más con el corazón que con la razón. Quítele usted su fantasía política a Fidel Castro y el Comandante se queda si identidad personal. Aléguele al ampáyer. No ganará nada. Cuando uno decide creer en algo no hay nada que se lo pueda quitar de la cabeza.
Estos lugares comunes sobre los equívocos y las invenciones de la memoria, es decir: de la fantasía, han sido muy bien reelaborados en La loca de la casa, el más reciente libro —autobiografía, ensayo, ficción— que acaba de publicar Rosa Montero en la editorial Alfaguara. La escritora española dice que se trata de un recorrido por los entresijos de la fantasía, la creación artística y los recuerdos más secretos, según palabras de la periodista Aurora Intxausti.
Habla del enamoramiento, la locura socialmente aceptable. Gracias a la fantasía, que actúa también para la reproducción de la especie, uno le inventa a la persona amada cualidades que no necesariamente tiene para los demás, más objetivos. Aunque parezca una paradoja, enamorarse es como caer en una locura sana que con el tiempo, desventuradamente, habrá de desvanecerse.
Manipulamos la memoria o la memoria nos manipula. ¿Con qué objeto? Para ser menos infelices, tal vez. “Completamos los recuerdos para entender mejor la vida y en ocasiones para soportarla. Realmente, gracias a esa capacidad de imaginación la soportamos y hacemos una construcción de ella más o menos coherente. No podríamos vivir sin esa posibilidad de fantasía”, dice Rosa Montero.
“Nuestra identidad, que se basa en nuestra biografía, es un producto de ficción que nos hemos hecho de nosotros mismos.”
El amor pasión, no menos que el poder pasión, es una de las invenciones más fantasiosas —y a veces falsas— de los seres humanos. “Nos permitimos la locura a través de la pasión, que es una manera segura de sacar la locura.”
El poder pasión triunfa y se reproduce en el reino de la fantasía. ¿Cuánta fantasía hay en la lectura geopolítica de los asesores de Bush, en la interpretación de los factores que indujeron a la guerra de Vietnam o a la búsqueda de terroristas y armas de “destrucción masiva” en Irak? ¿Cuánta fantasía hay en la creencia de sentirse Presidente cuando, como en el caso de Salinas, nadie lo eligió? El poder, entonces, adquiere una dimensión fantástica. Tanta como la de la literatura.

El error de Descartes

Desde los tiempos de René Descartes (1596-1650) se ha dado por supuesto que la razón está descargada de toda emotividad. Para pensar mejor, se dice, hay que pensar en frío. De un hombre de temple —un militar en combate, un narcotraficante en un tiroteo, un piloto entre los vientos de altura, un cirujano metido en el huacal que encarcela al corazón— se suele valorar la sangre “fría” porque, aparentemente, no permite que la emoción le nuble la vista ni la capacidad de juicio.
Así lo entendió Antonio Damasio antes de dedicarse a la neurobiología: que las emociones no tenían por qué mezclarse con la razón, de la misma manera en que el aceite no se lleva con el agua. Sin embrago, con los años de estudio lo que era una corazonada se fue trocando en convicción: que la razón no puede desligarse de su contexto emocional, todo lo contrario. Y a esa idea ha dedicado sus dos libros más sobresalientes y comentados: El error de Descartes (1994) y Sentir lo que sucede (1999), ambos publicados en español por la editorial Andrés Bello, de Santiago de Chile, y traducidos, los dos, a más de diecisiete lenguas. No hay libro de las actuales neurociencias que no lo cite profusamente.
Nacido en Lisboa, Antonio Damasio ha trabajado en los últimos años como director del Departamento de Neurología del Colegio de Medicina de la Universidad de Iowa y ha sido profesor adjunto del Instituto Salk de Estudios Biológicos en La Jolla, California. Junto con su esposa Hanna (con la que obtuvo el premio Pessoa) fundó en Iowa City un centro para la investigación de desórdenes neurológicos. El investigador portugués ha sido reconocido también internacionalmente por sus investigaciones sobre la neurología de la vista, la memoria y el lenguaje, y sobre todo por su contribución a la elucidación del Alzheimer. Una de sus reflexiones más notables es la que ha escrito sobre el caso de Phineas P. Gage, capataz de la construcción de rieles, a quien en 1848 una barra de fierro le atrevesó la base del cráneo y sobrevivió sin fallas mentales.
¿Qué quiere decir todo esto? ¿Pensaría mejor Napoleón en el campo de batalla si soslayaba sus emociones? ¿Se muestra más lúcido el político que en el foro argumenta sus razones prescindiendo de toda emoción o integrándola? ¿Por qué y para que diividir el cuerpo del alma si, como decía Nietzsche, son una y la misma cosa?
Entre las emociones primarias se encuentran la alegría, la tristeza, el miedo, la ira, la sorpresa, la repugnancia, pero las emociones sociales se reconocen con los nombres de vergüenza, celos, culpa, orgullo, y en este sentido ¿sería le envidia una emoción?
No se pueden desgajar estos componentes de la razón, dice Damasio.
El error de Decartes fue meternos en una racionalismo “intocable” que ponía los sentimientos por un lado y la razón por otro. Damasio sostiene que no es así y que los sentimientos, lejos de perturbar, tienen una influencia positiva en las labores de la razón: “En términos anatómicos y funcionales, es posible que exista un hilo conductor que conecte razón con sentimientos y cuerpo.”
La relevancia de los sentimientos en la construcción de la racionalidad no sugiere que ésta sea menos importante que los sentimientos. Al contrario: tomar conciencia del papel de los sentimientos nos da la oportunidad de subrayar sus efectos positivos y disminuir al mismo tiempo su potencialidad lesiva. Y esto está relacionado con muchos problemas concretos que hoy enfrenta nuestra sociedad, entre ellos, la violencia y la educación, o la cotidiana exposición de los niños a la violencia en la vida real, las noticias o las ficciones audiovisuales.
La noción dualista de Descartes consiste en escindir el cerebro del cuerpo, como si le mente fuera un programa (sotftware) ejecutado en una computadora (hardware). Pero el postulado primordial de Descartes, “Pienso luego existo”, es una falacia: no se puede pensar antes de ser. La mente no es el piloto del barco. Es el barco mismo.
Si Descartes suponía que pensar era una actividad ajena al cuerpo (la separación de la cosa pensante del cuerpo no pensante), los indicios más ancestrales de la humanidad permiten ver que, para sobrevivir, el ser humano se hizo de una conciencia elemental que desembocó en la posibilidad de pensar y después de usar el lenguaje para organizar y comunicar mejor los pensamientos. Primero estuvo el cuerpo, dice Damasio, y luego el pensamiento. “Somos, y después pensamos, y pensamos sólo en la medida en que somos, porque las estructuras y las operaciones del ser causan el pensamiento.”
Descartes buscaba un fundamento lógico para su filosofía y creyó que su premisa, “Cogito, ergo sum”, no necesitaba ningún lugar para existir: “el alma por la cual soy lo que soy es totalmente distinta del cuerpo y más fácil de conocer que éste último, y si el cuerpo no fuera, no cesaría el alma de ser lo que es”.
“Este es el error de Descartes: la separación abismal entre cuerpo y mente, la sugerencia de que razonamiento, juicio moral y sufrimiento derivado del dolor físico o de alteración emocional pueden existir separados del cuerpo”, concluye Antonio Damasio.
“Resulta paradójico pensar que Descartes, si bien contribuyó a modificar el curso de la medicina, ayudara a desviarla de la visión orgánica, de mente-en-el-cuerpo, que prevaleció desde Hipócrates hasta el Renacimiento. Aristóteles habría estado muy molesto con Descartes."

Las emociones y el cerebro

Se ha otorgado el premio Príncipe de Asturias al neurólogo Antonio Damasio (Lisboa, 1944). El investigador portugués en realidad he hecho carrera en Iowa, Estados Unidos, y en el Instituto Salk de la Universidad de California en La Jolla, uno de los centros más productivos en el campo de las neurociencias.
Lo que nos ha venido a decir la neurobiología contemporánea es que nada está separado, mucho menos todo lo que se mueve en el campo de nuestra bioquímica o de nuestra biofísica. ¿Qué novedad hay en todo esto? Antes, en los tiempos de Descartes, se creía que para pensar bien había que pensar con la “cabeza fría”, distanciada de las emociones. Pero ya en estos últimos veinte años en que la neurobiología nos ha deparado más descubrimientos que los que se acumularon en sus cien años anteriores se ha empezado a establecer fehacientemente que la emoción juega un papel muy importante al momento de decidir. Es más: se piensa mejor y se decide mejor si la emoción está a tono con el pensamiento más racional.
Suponen los neurobiólogos, y entre estos destaca Antonio Damasio, que el cerebro siente sus emociones porque una emoción promueve ciertos cambios en todo el cuerpo humano, sin excluir por supuesto al cerebro.
Ya lo había advertido así Antonio Damasio en su primer libro Sentir lo que sucede (Editorial Andrés Bello, Santiago, 2000) y en otros estudios sobre las zonas cerebrales involucradas en la conducta y en la toma de decisiones, en especial en los procesos de emoción y elaboración de los sentimientos, pero también en la memoria y el lenguaje.
Ya lo había reconocido Sigmund Freud: “No hay memoria sin contexto emocional.” Recordamos mejor las cosas que estuvieron relacionadas con el miedo, la violencia, la alegría.
A Damasio se le dio también el premio porque sus estudios están sirviendo para investigar el Parkinson y el Alzheimer. Director del Departamento de Neurobiología de la Universidad de Iowa, Damasio es el primer portugués que recibe el premio Príncipe de Asturias. Según uno de los científicos que lo propuso, Francisco Mora, en Madrid, “la trascendencia del trabajo de Damasio reside en la demostración de que las áreas emocionales del cerebro participan en la conducta humana. En la toma de decisiones opera inicialmente la emoción. Después, cuando se tiene esta primera impronta emocional, actúa el razonamiento matizando cuál es la mejor opción”.
Podría pensarse que los libros de Damasio están más en la elaboración especulativa, más cercana a la filosofía que a la ciencia, pero no: tienen un sustento de laboratorio y, desde luego, para nada se ofrecen como ensayos literarios como sus títulos podrían hacer pensar.
Cuando en el año 199 apareció Sentir lo que sucede junto con otros colegas presentó un estudio del cerebro que respalda sus teorías. Los científicos examinaron la actividad cerebral de 41 personas que experimentaban tristeza, felicidad, indignación o temor al recordar ciertos acontecimiento de sus vida. Centraron su indagación en las zonas cerebrales capaces de percibir cambios en el organismo o en el propio cerebro. Los resultados demostraron que cada emoción ocasiona una pauta de actividad diferente en esas zonas cerebrales, como indicio de que tales pautas son clave para la percepción de las emociones.
En El error de Descartes (también de la chilena editorial Andrés Bello), Antonio Damasio cuestiona, pues, los postulados de René Descartes, que escribió sobre las pasiones en el siglo XVII. Este libro fue el que le acarreó su primera fama (1994). Discrepa de Descartes en el sentido de que en el principio fue el ser, posteriormente el pensar. Soy, luego pienso. Según Damasio no hay por qué separar el cuerpo de la mente. Y con esa premisa se ha puesto a explorar la neurología de la visión, la memoria, y el lenguaje, en una época en que todavía se sigue creyendo que el cerebro es una suerte de terra incognita.
Su conclusión es que las operaciones más refinadas de la mente no están separadas de la estructura y el funcionamiento del organismo biológico, ya que el cerebro y el resto del cuerpo constituyen un organismo indisociable integrado por circuitos reguladores bioquímicos y neurales (de neuronas) que se relacionan con el ambiente exterior como un conjunto.
Finalmente el más reciente libro de Damasio está catalogado bajo el título de En busca de Spinoza, publicado en 2003. Lo que del filósofo Baruch Spinoza le atrajo a Damasio fue el modelo de la mente que elaboró el filósofo en el siglo XVII y sobre todo su tendencia a referirse no a la mente desnuda o autónoma sino a un concepto que él expresaba con las palabras mente-sentimiento.
Otro aspecto atractivo de las teorías de Damasio y de otros neurobiólogos ‑que se dedican a investigar el funcionamiento del cerebro—, es que sus textos científicos encuentran lectores no especializados, seres comunes y corrientes con un mínimo de curiosidad y preparación. También, en otros ámbitos académicos, se ha podido establecer que las personas en estado vegetativo experimentan emociones y que el verdadero órgano del amor es el cerebro.

El lenguaje del cerebro

1. Dice Ranulfo Romo Trujillo que siempre estamos viviendo en el pasado. Incluso en este momento: en el instante en que usted lee estas líneas y su cerebro las descifra discurren milésimas de segundo que hacen inaprehensible el tiempo presente.
El ser humano, que vive constantemente en el pasado, no ve con los ojos sino con el cerebro. Lo que creemos que está sucediendo en este momento sólo se da por la intervención de la memoria.
En una conversación el sonido de una voz activa el receptor auditivo de la persona que está escuchando, pero allí ya transcurrió un tiempo. Y entonces la memoria interviene. Lo que vemos y lo que oímos ya es pasado.
Estas son las conclusiones a las que ha llegado no un novelista de la estirpe de Marcel Proust –por lo que se refiere al paso del tiempo y al funcionamiento de la memoria—, sino un investigador que trabaja en el campo de la neurobiología: el doctor Ranulfo Romo Trujillo.
Se ha dicho que Sonora no es tierra de científicos. Que cuando mucho allí se dan sobre todo beisbolistas y uno que otro político, como los que en 1929 inventaron nada menos que el PRI y su eficaz sistema de corrupción compartida. Sin embargo, Ranulfo Romo Trujillo es una muy notable excepción. Si algún día cae un premio Nobel para un científico en México será sin duda para el neurobiólogo sonorense. Y no lo digo yo. Lo dicen colegas suyos, como Bruno Estañol, que además de nurólogo es novelista.
Nacido en Ures, Sonora, en 1954, Ranulfo Romo Trujillo ha sido el primer mexicano en participar en The Royal Society de Inglaterra (fundada en el reino Unido en 1660) en reconocimiento a la calidad de su investigación sobre el proceso de la percepción en el cerebro. Al intervenir en un simposio sobre la fisiología de los procesos cognoscitivos, el investigador del Instituto de Fisiología Celular de la UNAM sostuvo que el mecanismo de la percepción no sólo requiere de la información del cuerpo y la del mundo exterior que se adquiere por medio de los sentidos, sino que es necesario compararla con otra, que se guarda en la memoria.
"Es probable que el encuentro entre los archivos de la memoria y la información sensorial sea lo que genere una percepción. Sin memoria no podríamos percibir y sin información sensorial tampoco."
En una muy brillante interlocución periodística que tuvo con Karina Avilés el 24 de octubre de 2002 en La Jornada, el neurobiólogo sonorense explicó que lo que ha investigado es cómo se representa la información en el cerebro, cómo se queda en la memoria y cómo sirve la memoria y la representación sensorial en la toma de decisiones.
Las decisiones que tomamos, según él, no son fortuitas. Dependen de cómo dialogue la memoria y la representación sensorial. Somos prisioneros del cerebro. ¿Qué hay en esta celda con circuitos relacionados con la función de amar, odiar, entristecer?

2. Los científicos, a diferencia de los artistas, suelen llevar una vida muy apartada y renuente, por pudor o elegancia, a las excitaciones pasajeras de los medios. Es impensable que un investigador —un astrónomo, un matemático, un físico— llame a las secciones culturales de los periódicos para pedir que se le dé publicidad a sus hallazgos, como hacen no pocos escritores cuando acaban de publicar un libro y buscan ansiosos el reconocimiento del público. De tal manera que, por muchos honores y preseas que reciban en el extranjero, en su país no tienen la presencia que merecen por los mass media están demasiado ocupados reporteando a los "actores políticos" que casi nunca dicen lo que verdaderamente piensan.
Por otra parte, se soslaya también a los científicos porque los periodistas suponen que su saber es a tal grado críptico que no lo entendería el común de los mortales. Sin embargo, si bien se explica, y si el periodista cumple con el imperativo de hacer simple lo complejo, muchos de los trabajos de los investigadores bien pueden ser explicados al público. Sobre todo los que se hacen en el terreno de la neurobiología, ya que tiene que ver con la percepción y con los cinco sentidos. Y en eso se parece a la literatura, que también —con otros medios de expresión escrita— se ocupa de la percepción que se canaliza a través del tacto, la vista, el olfato, el oído y el gusto. Neurobiología y literatura se hermanan y no es extraño que a veces lleguen a los mismos descubrimientos.
Médico cirujano por la UNAM desde 1978, y doctor en ciencias por la Universidad de París (1985), Ranulfo Romo Trujillo logra interesar al lector no especializado cuando indaga en el comportamiento del cerebro —terra incognita en muchos aspectos, todavía— para explicar experimentalmente cómo vemos, como memorizamos y cómo aprendemos. A fin de dilucidar y establecer dónde nacen las emociones, cómo se forman en la mente las imágenes, cómo pasamos de la mirada al deseo y del olfato al recuerdo, el también Premio Nacional de Ciencias 2000 ha desarrollado una investigación para detectar las señales eléctricas de las neuronas, descifrarlas, codificarlas y analizarlas matemáticamente. A lo que aspira es a descifrar el lenguaje eléctrico de las células cerebrales. "Escuchar las señales eléctricas es como tener acceso a tu sinfonía preferida y capturar una melodía de ella."
Por otro lado, el placer y el dolor no se producen en un sitio preciso como el hipotálamo, sino en un flujo de señales eléctricas que van construyendo la memoria, el aprendizaje y la experiencia.
Con las respuestas de Romo Trujillo acerca de cómo funciona el cerebro, leemos en una nota de Investigación y Desarrollo, "quizá algún día sabremos por qué los seres humanos somos tan vulnerables a las palabras".

La invención del padre

De muchas cosas pero sobre todo de la creación y la procreación trata La invención de la soledad, la novela-ensayo-diario-memoria de Paul Auster, nacido en Nueva Jersey en 1947, autor también de Leviatán y El libro de las ilusiones.
Pau Auster se ve a sí mismo en esta soledad inventada, imaginada, construida, elaborada, pero no por ello menos real ni menos creativa, como autor y como personaje, en su papel de padre y en su condición de hijo, al ir urdiendo una dilatada meditación sobre el lenguaje, la memoria, la escritura, el doble, pero sobre todo la paternidad y la filiación.
Si bien es cierto que durante el gran momento de Jean-Paul Sartre se habló de una “novela existencialista”, el crítico francés Michel Contant estima que La invención de la soledad (publicada en 1982), de Paul Auster, puede muy bien considerarse una novela existencial porque retoma la reflexión sartreana que surge de la propia experiencia. El hecho biográfico como parte de una novela involuntaria, no escrita, se asume como material de ficción sin disfraces, no como una filosofía sino como una especie de compromiso con la verdad que el autor establece consigo mismo y en el que arriesga algo más que su reputación literaria. Se desnuda con todas las consecuencias del caso; se vale de una primera persona del verbo en la que el yo a veces es del personaje y en otros momentos del autor fundiendo en un solo tejido la vida y la literatura.
Aparte de fijar mediante la escritura una posición frente al mundo, como quería Sartre, y de relacionar las apariciones y los flujos intermitentes de la memoria con el proceso creador y la operación de escribir, el autor-narrador de La invención de la soledad empieza por no aceptar que su padre haya vivido en balde y decidir que para preservar esa vida, para evitar que se pierda de manera irredimible, es necesario escribirla: sumergirse en la oscuridad de un pasado que sólo las palabras y su impredecible dinámica podrán ir descubriendo. La muerte del padre desamarra, pues, la labor de la memoria y la escritura. El autor intenta reconstruir esa vida perdida sospechando, tal vez, como sugería Kierkegaard, que “quien se decide a trabajar da en sí mismo nacimiento a su propio padre” y que su libro, emanado de la soledad, algo de sí mismo le habrá de decir en el futuro a su propio hijo. “La liga existencial más fuerte es la que se establece entre un hijo y su padre”, escribe Michel Contat, “y sólo su elucidación le permite ser padre a su vez. La invención de la soledad es el libro más desgarrador y lúcido que conozco sobre esta relación que tanta falta le hizo a Sartre y que nunca supo que le faltaba”.
Y es que la reanudación de un safarí sentimental por los vericuetos de la infancia —la cacería de los signos y las claves, la indagación por el niño que fuimos y se desvaneció sin morir con el paso del tiempo— propende a un ensimismamiento que muy raras veces quiere uno permitirse de adulto —creyéndose eterno— pero que final e ineluctablemente se promueve en la agonía: en los instantes últimos de nuestro personaje en la tierra, antes de escapar, “porque la muerte no es morir”, según escribía José Revueltas, “sino lo anterior al morir, lo inmediatamente anterior, cuando aún no entra en el cuerpo y está, inmóvil y blanca, negra, violeta, cárdena, sentada en la silla más próxima”.
En La invención de la soledad Paul Auster ciertamente no se regodea en la siesta dulce e irrecuperable de la infancia extinguida, pero asocia la muerte de su padre con el niño que fue (Paul Auster) y explora las implicaciones de la paternidad (tanto la que se refiere a su progenitor como a la que, constantemente, a lo largo del relato, proyecta hacia su hijo) y la filiación. Como personaje y como autor, intenta comprender la vida y la muerte de su padre, un hombre frío, que para sobrevivir se mantiene en la superficie de sí mismo, incapaz de expresar una emoción o el menor gesto de afecto. Situado en medio, entre su hijo de dos años y su padre muerto, Auster rastrea las claves de su ser en la cadena de identificaciones masculinas que se va tendiendo desde el abuelo al nieto y los bisnietos.
Hijo de un inmigrante judío austríaco y establecido en Kenosha, Wisconsin, Samuel Auster, el padre de Paul, encarna la figura central de la primera parte de la novela, “Retrato de un hombre invisible” (la segunda y última es “El libro de la memoria”). Glacial, paralizado desde el punto de vista amoroso, ausente, como desconectado de la vida, deviene, en la experiencia de su hijo, “un hombre invisible, para sí mismo y para los demás”.
Si el pasado se esconde, más allá del intelecto, en ciertos objetos materiales, como razonaba Marcel Proust, la cicunstancia desencadenante de la memoria y la narrativa de Paul Auster se da por el vacío y las cosas que encuentra en la casa de su padre muerto, cuando abre su recámara y escudriña en sus roperos, observa las paredes sin pintar, repara en los grifos descompuestos y los utensilios de aseo, y advierte que aún hay por ahí unos vestidos de su madre no porque su padre, divorciado quince años atrás, se aferrara al pasado y hubiera querido preservar la casa como un museo sino porque más bien no se daba cuenta de nada y nada le importaba: “Lo gobernaba la negligencia, no la memoria”. El hombre no sabía manifestarse. No era capaz de una caricia. Llevaba la vida de un solitario, no como Emerson, que se aisló para conocerse, no como Jonás que rezaba para salvarse en el vientre de la ballena que lo salvó de ahogarse, sino en el sentido de alguien que se repliega, que se coloca en retirada, para no tener que verse ni dejar que lo vean los demás. Un hombre sin apetitos. La muerte en la vida. La muerte del deseo.
Entre los objetos materiales que dicen al muerto y lo caracterizan como personaje, y lo hacen perdurar de algún extraño modo, las fotografías abrigan para el hijo la ilusión de que podrían revelarle una verdad largamente ignorada. La búsqueda del padre se vuelve entonces inquisición, una pregunta planteada y desoída desde la infancia.
Del juicio que de manera ineludible los hijos se hacen de sus padres, de la evocación de la madre o del padre, la historia de la literatura abunda en ejemplos: desde Marina Tsvietáieva en El diablo, Peter Handke en Desgracia impeorable, Albert Cohen en El libro de mi madre, Adelaida García Morales en El sur, hasta Carlo Collodi en Pinocho, para no hablar de aquella reclamación clásica de Kafka a su padre (la carta que su padre nunca leyó), y el tema resulta de lo más perentorio, antes de morir, para el viejo Ingmar Bergman en Las mejores intenciones, pero esa asunción de la literatura y la vida como una y la misma cosa (en última instancia lo autobiográfico resulta ficción para los demás) se enriquece en Paul Auster por la inquietud del enigma cuando entre los papeles y las fotos de papá se topa con un crimen.
Una fotografía de grupo familiar congela desde principios del siglo XX la imagen de la abuela con sus cinco hijos: una niña y cuatro niños, uno de los cuales, el bebé de menos de un año que se sienta en el regazo de su madre, es el padre de Paul. El abuelo, sin embargo, no está… pero estaba: fue recortado por alguien de manera grosera e iracunda porque la fotografía está rota, desgarrada, pegosteada, de tal modo que al fondo queda volando un árbol sin tronco y por debajo de las axilas de uno de los niños asoman las puntas de los dedos de u ser inexistente o excluido: el abuelo. Esta negación rencorosa no se queda en la mera metafísica de la entelequia fotográfica, pues, como vino a saber Paul Auster por unos recortes de periódico, su abuela asesinó de un balazo a su abuelo en 1919 delante de uno de los niños que sostenía una vela cuando su papá cambiaba un foco fundido. En la oscuridad y la penumbra. Todo esto hubo de percibirlo a su modo, a sus dos años, el padre de Paul. La abuela fue encarcelada luego de un juicio al que se hizo comparecer a los niños mayores, pero finalmente fue exculpada y obligada a emigrar hacia la costa Este.
Si el acontecimiento arroja una cierta luz sobre el carácter elusivo del padre, su reconstrucción, su recreación, su conversión en escritura, no deja de ser al mismo tiempo un ponerse a pensar en el lenguaje, la memoria y la necesidad vital de contar para ser. Ya l decía Bashevis Singer:
“Cuando un día pasa, deja de existir. ¿Qué queda de él? Nada más que una historia. Si las historias no fueran contadas o los libros no fueran escritos, el hombre viviría como los animales: sin pasado ni futuro, en un presente ciego”.
Paul Auster se encomienda al mito de Jonás y al apólogo de Pinocho para ilustrarla caída en las tinieblas y la pregunta obsesiva por el padre. Al caer en el vientre de la ballena, Pinocho tiene la sensación de haberse sumergido en un tintero: todo es oscuridad a su alrededor, la oscuridad de la soledad. Todavía no sabe Pinocho que Gepetto también se encuentra allí. Pero esa en esa oscuridad donde el muñeco descubre en sí mismo el coraje para salvar a su padre y conseguir, por el mismo hecho, su transformación en un niño real, de carne y hueso. Como el canutero de Collodi, también de madera, Pinocho entra en la oscuridad de la tinta negra y Collofi lo utiliza como instrumento de su creación a fin de escribir la historia de su propia infancia. “Porque sólo en la oscuridad de la soledad empieza el trabajo de la memoria.”
A lo largo de una vida uno emprende —como Juan Preciado que se dirige a Comala para encontrar a Pedro Páramo— la búsqueda del padre, pero más o menos a la mitad del camino de la vida uno recrea, reconstruye al padre que le faltó. Tal vez la escritura no sea sino un esfuerzo por resarcir la figura del padre perdido.
La memoria va y viene, intermitente, como un voz. Es una voz que le habla cuando cierra los ojos y no necesariamente es su voz. Es una de las “voces familiares” de Harold Pinter. Pero esa voz le habla como si le contara un cuento a un niño. Y el niño tiene tanta necesidad de cuentos como de comida, y su falta se manifiesta como hambre, pues si no se le permite tener acceso a lo imaginario jamás se entenderá con el mundo real.
La acción de escribir es una acción de la memoria. Los pensamientos, como sentía Pascal, se van y vuelven. O no regresan jamás. Se escapan. Cuando en la insondable soledad de su cuarto empezó a escribir su soledad, el autor-personaje se supo más dueño de su ser. (Para ser uno mismo hay que estar solo, dice un habitante del mundo pirandelliano.) La memoria, entonces, obró no simplemente como la resurrección de su propio pasado sino como una inmersión en el pasado de los demás, lo que equivale a decir: en la historia. Todo se le representó al mismo tiempo, como en un eterno presente y el placer de contarlo tuvo que ser necesariamente lento. Nunca la pluma podría avanzar lo suficientemente aprisa para dejar grabada cada palabra descubierta en el espacio y el ritmo de la memoria. Algunas cosas se perderían para siempre, otras tal vez se recordarían de nuevo, y todavía otras se perderían y se encontrarían y se perderían otra vez. Como los pensamientos de Pascal.
“Sí, es posible que nunca crezcamos, que incluso cuando nos volvemos más viejos seguimos siendo los niños que siempre fuimos. Nos recordamos como éramos entonces, y nos sentimos los mismos. Nos convertimos entonces en lo que somos ahora, pero seguimos siendo lo que éramos, a pesar de los años. Nos cambiamos por nosotros mismos. El tiempo nos hace crecer, pero no cambiamos”, siente, piensa, dice, cree, conjetura Paul Auster, e inventa a partir de su soledad.
Porque no se trata de una soledad inventada sino de la invención que se engendra en la matriz de la soledad.

El hijo del telegrafista

Los padres no son como fueron
sino como los recordamos.

—Virginia Woolf


La autobiografía y las memorias se funden y se confunden en un mismo río porque su diferencia es muy sutil y además no importa. Lo que cuenta es el papel de la memoria en la invención literaria y de qué manera en cualquier ser humano —y no sólo en el escritor— el pasado informa al presente no menos que el presente pigmenta al pasado, en el juego de una doble perspectiva.
Gabriel García Márquez nació en una novela, la novela de su propia vida y la de los suyos. Pero en su libro de memorias, Vivir para contarla, ha sabido guardar su vida privada e “independizar su literatura de su vida, hasta convertirla en un territorio de fantasía”, según escribe Marco T. Aguilera Garramuño en la estupenda revista poblana Crítica.
Tanto en las memorias como en la autobiografía la memoria es el revés de la trama, el otro lado de la Luna. Ya en 1932 el inglés Frederick Barlett, en un análisis sobre “La memoria de Shakespeare” y adelantándose a los estudios de la neurobiología actual y sin saberse más o menos contemporáneo de Marcel Proust, vislumbraba que el movimiento perpetuo de la memoria supone una reconstrucción imaginativa de la materia recordada.
El encanto de estas reminiscencias de Gabriel García Márquez en Vivir para contarla está en que, en una época en que tanto se ha investigado y teorizado sobre la "autoficción", las "escrituras del yo" y el carácter inventivo de la memoria, su manera de contarse a sí mismo se va dando de modo natural, a partir de una memoria viva nunca explícita ni consciente de sí misma. Cuando mucho llega a deslizar la idea de que hasta la adolescencia "la memoria tiene más interés en el futuro que en el pasado, así que mis recuerdos del pueblo no estaban todavía idealizados por la nostalgia".
Lo autobiográfico estaría en las referencias a sí mismo, pero en esa patria de la infancia que le toca ahora reinventar más bien destacan los otros: la biografía de los demás, de los seres que le fueron enseñando a hacerse de una composición de lugar en cuanto dio los primeros pasos en este mundo, como sus padres, sus hermanos, sus tías, sus compañeros de juego y de tertulia, sus profesores, sobre todo sus padres y su relación feliz con ellos, la fuente de su seguridad y su amor propio, a pesar de que los padres son como los inventamos.
El personaje de sí mismo que va haciéndose en la niñez y desapareciendo al mismo tiempo sin morirse ("Dónde está el niño que yo fui, sigue adentro de mí o se fue?", se preguntaba Pablo Neruda) va encuadrándose en la literatura como en su propia piel, como si hubiera nacido escritor. Sus impulsos primigenios lo ponen a seleccionar de la realidad lo que se traduce en letras, en sonidos y en evocaciones, como si hubiera nacido en una novela. Tiene desde chico un sentido del lenguaje y un humor verbal que a no pocos exaspera, que a muchos seduce o embruja.
Y es que en su mirada comparece un mundo en el que son importantes la poesía y los libros, la música y los escritores, pero sobre todo los otros seres humanos, con sus miserias y sus grandezas, sus contradicciones, los desaciertos de su corazón, sus fantasías y una capacidad de ilusión que en los adultos sigue pareciendo infantil, a pesar de las derrotas. ¿Por qué? Porque nació entusiasmado con la vida y la amistad (baste anotar sus relaciones con Plinio Apuleyo, Álvaro Cepeda Samudio, don Ramón Vinyes, el sabio catalán, Álvaro Mutis) a tal grado que esa fascinación por las criaturas de la realidad y los personajes de la ficción le hizo experimentar en carne propia que el periodismo no es sino uno más de los géneros literarios y que "novela y reportaje son hijos de una misma madre". ¿Por qué entonces novela y autobiografía o memorias no habrían de tener los mismos progenitores?
Hay una cadencia de la frase muy reconocible como de García Márquez, una manera de adjetivar, una fobia por los adverbios terminados en mente (que nunca usa), un aire muy propio en el ataque inicial del enunciado, un modo de rematar la oración, una manía afortunada (tal vez asimilada en sus lecturas de Rulfo) de poner los resonantes nombres y apellidos completos de los personajes, los amigos y los familiares, y ese aprendizaje se va viendo aquí en sus memorias como un germen primero y luego como una conclusión estilística.
García Márquez refrenda lo que sospechaba Marcel Proust: que al recordar uno incorpora un factor añadido a la cosa real, a la experiencia resucitada a través de la imaginación, como si la memoria jugara el papel de inventar otra ”realidad”, aparente o imaginada, que se empalma con cualquier instante del pasado. En esta transfiguración del hijo del telegrafista de Aracataca cuenta además, de modo significativo y personalísimo, el componente emocional, puesto que ni la conciencia ni la memoria reviven sin los tintes de la emoción.
El efecto de conjunto, al llegar uno a la última página, es precisamente la sensación de que hemos compartido las industrias y andanzas de una emotividad, una alegría, una celebración, un agradecimiento: emociones todas que se tienen cuando se ha alcanzado una vida plena impregnada por la literatura.
Vivir para contarla es un ejemplo maravilloso para entender lo que es la mentira en la literatura y también en la autobiografía. No la mentira como falsedad sino como fabulación: el camino de la fantasía que conduce a otra dimensión, el reino de las ficciones verdaderas, la recóndita provincia de una verdad más profunda.

El hijo del telegrafista

Los padres no son como fueron
sino como los recordamos.

—Virginia Woolf


La autobiografía y las memorias se funden y se confunden en un mismo río porque su diferencia es muy sutil y además no importa. Lo que cuenta es el papel de la memoria en la invención literaria y de qué manera en cualquier ser humano —y no sólo en el escritor— el pasado informa al presente no menos que el presente pigmenta al pasado, en el juego de una doble perspectiva.
Gabriel García Márquez nació en una novela, la novela de su propia vida y la de los suyos. Pero en su libro de memorias, Vivir para contarla, ha sabido guardar su vida privada e “independizar su literatura de su vida, hasta convertirla en un territorio de fantasía”, según escribe Marco T. Aguilera Garramuño en la estupenda revista poblana Crítica.
Tanto en las memorias como en la autobiografía la memoria es el revés de la trama, el otro lado de la Luna. Ya en 1932 el inglés Frederick Barlett, en un análisis sobre “La memoria de Shakespeare” y adelantándose a los estudios de la neurobiología actual y sin saberse más o menos contemporáneo de Marcel Proust, vislumbraba que el movimiento perpetuo de la memoria supone una reconstrucción imaginativa de la materia recordada.
El encanto de estas reminiscencias de Gabriel García Márquez en Vivir para contarla está en que, en una época en que tanto se ha investigado y teorizado sobre la "autoficción", las "escrituras del yo" y el carácter inventivo de la memoria, su manera de contarse a sí mismo se va dando de modo natural, a partir de una memoria viva nunca explícita ni consciente de sí misma. Cuando mucho llega a deslizar la idea de que hasta la adolescencia "la memoria tiene más interés en el futuro que en el pasado, así que mis recuerdos del pueblo no estaban todavía idealizados por la nostalgia".
Lo autobiográfico estaría en las referencias a sí mismo, pero en esa patria de la infancia que le toca ahora reinventar más bien destacan los otros: la biografía de los demás, de los seres que le fueron enseñando a hacerse de una composición de lugar en cuanto dio los primeros pasos en este mundo, como sus padres, sus hermanos, sus tías, sus compañeros de juego y de tertulia, sus profesores, sobre todo sus padres y su relación feliz con ellos, la fuente de su seguridad y su amor propio, a pesar de que los padres son como los inventamos.
El personaje de sí mismo que va haciéndose en la niñez y desapareciendo al mismo tiempo sin morirse ("Dónde está el niño que yo fui, sigue adentro de mí o se fue?", se preguntaba Pablo Neruda) va encuadrándose en la literatura como en su propia piel, como si hubiera nacido escritor. Sus impulsos primigenios lo ponen a seleccionar de la realidad lo que se traduce en letras, en sonidos y en evocaciones, como si hubiera nacido en una novela. Tiene desde chico un sentido del lenguaje y un humor verbal que a no pocos exaspera, que a muchos seduce o embruja.
Y es que en su mirada comparece un mundo en el que son importantes la poesía y los libros, la música y los escritores, pero sobre todo los otros seres humanos, con sus miserias y sus grandezas, sus contradicciones, los desaciertos de su corazón, sus fantasías y una capacidad de ilusión que en los adultos sigue pareciendo infantil, a pesar de las derrotas. ¿Por qué? Porque nació entusiasmado con la vida y la amistad (baste anotar sus relaciones con Plinio Apuleyo, Álvaro Cepeda Samudio, don Ramón Vinyes, el sabio catalán, Álvaro Mutis) a tal grado que esa fascinación por las criaturas de la realidad y los personajes de la ficción le hizo experimentar en carne propia que el periodismo no es sino uno más de los géneros literarios y que "novela y reportaje son hijos de una misma madre". ¿Por qué entonces novela y autobiografía o memorias no habrían de tener los mismos progenitores?
Hay una cadencia de la frase muy reconocible como de García Márquez, una manera de adjetivar, una fobia por los adverbios terminados en mente (que nunca usa), un aire muy propio en el ataque inicial del enunciado, un modo de rematar la oración, una manía afortunada (tal vez asimilada en sus lecturas de Rulfo) de poner los resonantes nombres y apellidos completos de los personajes, los amigos y los familiares, y ese aprendizaje se va viendo aquí en sus memorias como un germen primero y luego como una conclusión estilística.
García Márquez refrenda lo que sospechaba Marcel Proust: que al recordar uno incorpora un factor añadido a la cosa real, a la experiencia resucitada a través de la imaginación, como si la memoria jugara el papel de inventar otra ”realidad”, aparente o imaginada, que se empalma con cualquier instante del pasado. En esta transfiguración del hijo del telegrafista de Aracataca cuenta además, de modo significativo y personalísimo, el componente emocional, puesto que ni la conciencia ni la memoria reviven sin los tintes de la emoción.
El efecto de conjunto, al llegar uno a la última página, es precisamente la sensación de que hemos compartido las industrias y andanzas de una emotividad, una alegría, una celebración, un agradecimiento: emociones todas que se tienen cuando se ha alcanzado una vida plena impregnada por la literatura.
Vivir para contarla es un ejemplo maravilloso para entender lo que es la mentira en la literatura y también en la autobiografía. No la mentira como falsedad sino como fabulación: el camino de la fantasía que conduce a otra dimensión, el reino de las ficciones verdaderas, la recóndita provincia de una verdad más profunda.

La memoria de Israel Rosenfield

El hombre con buena memoria no
recuerda nada porque no olvida nada.
—Samuel Beckett, en Proust (1931)


La imaginación y la memoria son la
misa cosa, que por diversas
consideraciones tiene nombres distintos.
—Thomas Hobbes, Leviathan (1651)


Me daba cuenta de que lo que la
sensación de las losas desiguales,
la rigidez de la servilleta, el sabor
de la magdalena despertaron en mí
no tenía ninguna relación con lo que
yo procuraba muchas veces recordar de
Venecia, de Balbec, de Combray, con
ayuda de una memora uniforme…

—Marcel Proust, El tiempo recobrado


En ningún momento como el de ahora se habían tendido tantos puentes entre la neuorofisiología y la literatura, tal vez porque no se habían difundido tanto los estudios de Gerald Edelman, Israel Rosenfield y Oliver Sacks. Pero lo cierto es que si hoy en día se empalman los descubrimientos de los neurólogos con las percepciones de Marcel Proust y Primo Levi, en lo que toca a la forma en que opera la memoria, es porque la neurobiología y la literatura tienen algo en común: la pregunta sobre el modo en que reaccionan los cinco sentidos (el gusto, el olfato, la vista, el tacto y el oído). Narradores y científicos coinciden en que la memoria (fragmentada, incompleta, intermitente) no se presenta ni sucesiva ni cronológicamente sino en ráfagas como las de los sueños, en un no tiempo, y siempre dentro de un contexto emocional. A partir del miedo, el coraje, la ternura, la envidia, los celos, el pánico, el placer, la ansiedad.
En La invención de la memoria, un libro de 1988, Israel Rosenfield sostiene que la memoria no es un almacén ni un archivo. No hay ningún lugar en el cerebro en el que gire un disco duro o se reproduzca una cinta magnetofónica. No es un sistema alámbrico o inalámbrico ni radiofónico. Al cerebro hay que tratar de comprenderlo en términos biológicos y no mediante analogías con la electrónica o la cibernética.
La memoria no reproduce: inventa. Recategoriza. Reclasifica. La memoria no es la repetición exacta de una imagen en el cerebro, sino una recategorización en el insondable cosmos de la bioquímica y el metabolismo cerebrales. Cada persona es única; sus percepciones son creaciones, y su memoria es parte de un continuo proceso de la imaginación. Recordar es organizar en categorías el mundo que nos rodea. Es una reconstrucción imaginativa de manera nueva y sorprendente donde se confunden los diferentes sistemas de percepción sensorial (el gusto y la vista, el olfato y el oído, el oído, en ese orden y en otros).

Voy a tener que dejarte ir, papá

Entre la autobiografía y la novela, Patrimonio, del norteamericano Philip Roth, es un relato consagrado a la figura del padre moribundo. Es de 1991, pero sólo hasta ahora ha sido publicado por la editorial Seix Barral. Queda claro que en la palabra patrimonio se guarda la raíz de padre y significa el legado moral, la ética y el afecto, que se van tendiendo a lo largo de una filiación: el conjunto bienes no sólo materiales que pasan del progenitor al descendiente.
Partimonio tiene el aire de un relato en el que por ninguna parte se ve la intención literaria, es decir, la pretensión de hacer literatura ni de crear o recrear “otro lenguaje” sino simplemente contar una historia llena de vida y verdad.
Podría ser la historia de cada uno de nosotros; por eso es tan entrañable. El novelista norteamericano, nacido en Newark en 1933, habla de un proceso: el de la muerte por enfermedad de su padre, perteneciente a una familia de clase media baja judía en Estados Unidos, que a Roth siempre le pareció un país hecho para los judíos. Y allí está la vida cotidiana sin mayores pretensiones intelectuales, a pesar de que al final Philip Rfoth no ignora los remordimientos que conlleva su oficio de escritor: “Como corresponde a la falta de decoro propia de mi profesión, estuve escribiendo [este libro] durante toda su enfermedad y su agonía.”
En el discurrir a veces balbuceante del padre hay algo muy semejante a la historia con la que todos crecimos en nuestras familias: los abuelos que llegaron de Torreón o de Parral al DF y entraron a trabajar en una compañía de seguros o en una mueblería de San Cosme, el crecimiento de los hijos y la llegada de los nietos, el año en que se jubilaron, el día en que terminaron de estar en este mundo.
Herman Roth —el padre verdadero, el personaje por excelencia de todo novelista— es viudo y ya tiene 86 años; vendedor de seguros, conocido por su genio y su encanto, no parece resignarse a la agresión de un tumor cerebral.
Una y otra vez él habla y repite las mismas historias y el hijo, el narrador, no tiene ninguna pena —ni impaciencia alguna— de hablar de ciertas cosas que podría ocultar por comodidad: el vocabulario limitado del padre, la
trivialidad de las conversaciones, la ilusión de volver a Palm Beach (Florida). Y si el escritor no ha de desesperarse es porque ese interlocutor es su origen, es el que lo formó, le dio unos valores, una ética, es el padre al que él superó intelectualmente, con todos sus defectos, al que quiere acompañar a través de su última travesía.
En esa etapa terminal el lector asiste, pues, a un seguimiento del deterioro físico, de las virtudes y las mezquindades de la decrepitud, y empieza a entender que de pronto la herencia más preciada es un tarro para afeitar que el abuelo llevaba al barbero y tiene inscrita su inicial y el apellido Roth. Y ese que puede ser un tarro burdo cobra un significado trascendental, la estafeta de una dinastía familiar que se transmite, que va pasando de padres a hijos, de un país europeo del Este, Polonia tal vez.
Philp Roth no relega el cuidado de su padre a una institución, a algún asilo. Por el contrario, lo acompaña; se hace responsable de su decadencia y no lo abandona en otras manos, como suele suceder en su país.
Cuando llega el padre de ver al médico,
piensa que tiene una oclusión en el ojo, un nervio lesionado. El hijo consulta a unos neurólogos en Manhattan para ver por qué se está provocando esa parálisis facial, la pérdida del ojo y la caída de la cara. Y es que por dentro, en el tallo del cerebro, al padre le ha crecido un tumor que va a ir invadiendo cada vez más las funciones prácticas, oír, ver, comer, respirar. No sabe si vale la pena exponer al padre de 86 años a una operación de doce horas y que no garantiza que vaya a salir bien librado.
Y así, se convierte en el padre de su padre, al que quiere proteger del dolor, el susto, la zozobra. De manera muy pragmática razona que si el tumor ha tardado diez años en desarrollarse y apenas causó una hemiplejía entonces por qué no dejarlo sin operar. Finalmente, como a los dos años de haber tomado esa decisión, sobreviene la crisis, el padre empieza a perder el equilibrio, se le empieza a dificultar tragar y en 1989 llega al hospital y los médicos le sugieren conectarlo a un aparato para mantenerlo con vida artificial. Pero ya habían hablado él y su padre de un “testamento vital” en el que dejó escrito, su padre, que preferiría morir de muerte natural. Frente a él, postrado, tiene que decidir, y se dice y se repite “Voy a tener que dejarte ir, papá”, lo cual significa que hay que esperar que la muerte se tome su tiempo en llegar y darle la espalda a todo el avance de la ciencia que se pudo haber manifestado en un respirador mecánico.
Tres semanas después empieza la agonía, a las 12 de la noche del 24 de octubre de 1989, y termina poco después de las 2 de la mañana del día siguiente. Estuvo luchando por cada bocanada de aire con la misma obstinación que marcó su vida.
A lo largo del libro el lector se va haciendo cómplice, como si el autor le integrara en ese viaje hacia la muerte, cómplice de sus decisiones y de sus reflexiones, y al final también descansa cuando el papá fallece. Hay un dolor contradictorio. Trata de alargar al máximo la vida del enfermo, pero por otra parte el verlo sufrir hace pensar en la muerte como en una esperanza.

La memoria de Shakespeare

Nada cierto recuerdo.
—J. L. Borges

Uno de los últimos cuentos que escribió Jorge Luis Borges, y que se lee en el tomo III de sus Obras Completas, lleva por título “La memoria de Shakespeare”. De la trama es protagonista un cierto Hermann Soergel, especialista en la obra del dramaturgo inglés. El intríngulis de la historia consiste en que alguien le ofrece nada menos que la “mágica memoria de un muerto”, Shakespeare.
Durante un coloquio de literatos, el académico conoce en el bar de un hotel a Daniel Thorpe, que le ofrece la memoria de Shakespeare y que a su vez la había obtenido de un soldado moribundo. Hermann Soergel no lo puede creer. Él, que había consagrado su vida al estudio del poeta, siente que le cae del cielo la clave de su fortuna y su fama. ¿Qué más podría desear que llegar a poseer, literalmente, la memoria de su ídolo intelectual? Sin embargo, nunca imaginó que habría de verse rebasado con la angustiosa carga de los recuerdos de Shakespeare. En su infinita ambición literaria, no calculó que también heredaba, junto con las escenas y los acontecimientos de la vida de Shakespeare, la culpa y las preocupaciones que traían consigo: el pánico, las emociones, las intermitentes vueltas del dolor. A fin de cuentas, cerca ya del abismo, no lo pudo soportar y se deshizo en cuanto pudo de la memoria de Shakespere dándosela a alguien más.
Las palabras de Borges arman el cuento de manera más dilatada. Su personaje, Hermann Soergel, entiende que el poseedor de la memoria de Shakespeare tiene que ofrecerla en voz alta y el otro que aceptarla. “El que la da la pierde para siempre.”
El donante, Daniel Thorpe, le advierte que aún tiene dos memorias: “La mía personal y la de aquel Shakespeare que parcialmente soy. Mejor dicho, dos memorias me tienen.”
Soergel acepta la dádiva, la memoria entra en su conciencia, pero tiene que descubrirla en los sueños, la vigilia, al volver las hojas de un libro o al doblar una esquina. Thorpe lo instruye y la recomienda que no invente recuerdos. “A medida que yo vaya olvidando, usted recordará.”
Shakespeare sería suyo, fantaseaba Soergel, como nadie lo fue de nadie, ni en el amor ni en la amistad ni en el odio. De algún modo sería Shakespeare. No escribiría las tragedias ni los intrincados sonetos, pero recordaría el instante en que le fueron reveladas las brujas.
Empezó a sentir que la memoria es como un palimpsesto, que una cubre a la anterior y es cubierta por la que sigue, que la memoria puede exhumar cualquier impresión si le dan el estímulo suficiente.
Sintió después la transformación de sus sueños, pues Shakespeare lo habitaba. En sus noches entraron rostros y habitaciones desconocidas. Pero ni a él ni a Shakespeare, ni a nadie, les estaba dado abarcar en un solo instante la plenitud de su pasado. “La memoria del hombre no es una suma; es un desorden de posibilidades indefinidas. San Agustín habla de los palacios y las cavernas de la memoria. La segunda metáfora es la más justa. En esas cavernas entré.”
Y es que la memoria de Shakespeare incluía grandes zonas de sombra rechazadas voluntariamente por él. Al cabo de un mes, la memoria del muerto lo animaba, Soergel casi creyó ser Shakespeare. Sin embargo, una mañana conoció el corazón de las tinieblas: discernió una culpa en el fondo de su memoria, una culpa que nada tenía en común con la perversión. Comprendió que las tres facultades del alma humana —memoria, entendimiento y voluntad— no son una ficción escolástica. La memoria de Shakespeare no podía revelarle otra cosa que sus circunstancias.
Si en la primera etapa de la aventura sintió la dicha de ser Shakespeare, en la postrera vivió la opresión y el terror. “Al principio las dos memorias no mezclaban sus aguas. Con el tiempo, el gran río de Shakespeare amenazó, y casi anegó, mi modesto caudal.”
Soergel advirtió con temor que estaba olvidando la lengua de sus padres y, ya que la identidad personal se basa en la memoria, temió por su razón. Se sentía en el infierno.
Bastante arduo es sobrellevar la carga de la propia memoria. Si además uno incorpora otra memoria, con todo su peso emotivo, el desenlace muy puede ser la locura. Desesperado, Sorgel marcó en el teléfono números al azar. Cuando al fin dio con una voz culta de hombre, le dijo: “¿Quieres la memoria de Shakespeare?” Y el otro la aceptó.
La indirecta, apenas sugerida enseñanza de Borges es hacernos ver e imaginar, en toda su dimensión, cómo sería tomar prestada la memoria de alguien. ¿Puede una memoria pasar de la mente de una persona a otra? ¿Qué supone esta transferencia? ¿De qué manera confrontamos nuestra memoria con la de los demás, cómo intercambiamos memoria, cómo la transformamos en lo que somos y en la vida de todos los días? Porque lo cierto es que asumimos como recuerdos propios los que han tenido otras personas, cercanas a nuestro afecto. Y con los años ya no sabemos si el recuerdo de un rostro o de una escena viene de nuestra propia memoria o del relato que nos hizo alguien más. “La verdad, como la memoria, es una noción que a menudo sólo se vuelve tangible en las interacciones que se dan entre una persona y otra”, dice Susan Engel en su libro El contexto lo es todo. La naturaleza de la memoria.
El lugar, la compañía, el propósito, la situación, el contexto, afectan profundamente la experiencia de la memoria. Cambiamos, añadimos, borramos ciertas cosas del hecho recordado. Lo editamos según nuestras necesidades actuales. Y no es que mintamos deliberadamente. Se trata de distorsiones involuntarias.

La mente narrativa

Pero entonces la memoria
descendería del cielo como una cuerda
para salvarme del abismo de no ser.

—Marcel Proust


A treinta y cinco minutos de Tijuana, por la autopista 5, empezamos a ver la biblioteca de la Universidad de California en La Jolla. Tiene la forma de un árbol, una de esas inmensidades vegetales y arquitectónicas bien enraizadas que se conocen como laureles de la India y que en Hermosillo les dicen yucatecos porque de Yucatán los trajo el general Salvador Alvarado. A la entrada se lee un lema:

LEE. ESCRIBE. PIENSA. SUEÑA.

Sin necesidad de hacerlo explícito, este banco de libros es una declaración de fe en la palabra escrita y una reiteración de que nunca se pulverizará la galaxia de Gütenberg: un monumento a la memoria de la humanidad. No casualmente el diseño de la biblioteca también sugiere le forma de un cerebro.
—Me recuerda la biblioteca de Nueva York —le comenté a Jacinto Astiazarán—. Su filosofía es que una biblioteca es para el hombre de la calle. Sin identificación. Sin credenciales. Por eso un día, a principios de los años 60, un señor que venía de Astoria, en Queens, y que lamentaba la inexistencia de un método para copiar las páginas de los libros, se metió a estudiar en la sección científica de la biblioteca e inventó un sistema que patentó bajo el nombre de xérox y que en griego quiere decir seco.
Entramos como Pedro por su casa. Subimos al tercer piso y vimos que junto a la sección de literatura española y mexicana se alineaba la de italiana. Había treinta y seis libros de y sobre Leonardo Sciascia. En la consagrada a España me llamó la atención un libro sobre la “autoficción” de Carlos Barral y Antonio Muñoz Molina.
Pero lo que más me puso a cavilar fue —fuera ya de la biblioteca, en otro lugar de “campus”— el funcionamiento de una dependencia de la propia Universidad (con diccionarios, manuales, asesores) para ayudar a los estudiantes a escribir sus “papers”. Algo así como un puesto de primeros auxilios en materia de redacción y de estilo.


Mi sensación en esos momentos fue que desde el principio, desde la universidad medieval (“Basta recordar cómo los escribanos y copistas de los monasterios medievales contribuyeron, muy universitariamente, a la preservación de la herencia clásica griega y latina”, dice David Huerta) la razón de ser de todas las universidades es una sola: enseñar a escribir. Estúdiese lo que se estudie, ingeniería, arquitectura, medicina, derecho, literatura, neurofisiología, física nuclear, ciencias químicas, a lo que se va a la universidad es a aprender a escribir. Porque las ideas, la adquisición y la transmisión del conocimiento de una época a otra se hace por escrito y se asimila mediante la lectura.
¿En qué primaria, en qué secundaria, en qué prepa, en cuál universidad de nuestro ámbito, se le da importancia a la operación de escribir?
Al hombre de Cromagnon le tomó varias generaciones empezar a articular un lenguaje: una palabra. A partir de un sonido gutural. Muchos siglos le tomó asimismo inventar la escritura en una piedra, en una estela, en las paredes de las cavernas. Y llegó por fin a esa maravilla que es la escritura impresa en un libro.
Después, recorriendo la librería (allí donde venden esas sudaderas con las letras UCSD), me pude dar cuenta de que los ensayos más interesantes sobre literatura se encuentran ahora en la sección de neurobiología. Poetas, lingüistas, teólogos, filósofos, filólogos, psicólogos, biólogos, escriben ahora libros que van a dar a la catalogación de las “neurociencias”. En uno de ellos, levantado al azar, se razona que todo en nosotros, los animales humanos, es narrativa. Es decir, que somos puro cuento.
Mark Turner sostiene en The literary mind que nos comunicamos por medio de parábolas, cosa que ya sabían los reporteros evangelistas que reconstruían la vida de Cristo y sus pasionales andanzas. La mente, la predisposición mental natural, tiende a relatar. Si Lacan decía que el inconsciente está organizado como un lenguaje, y Noam Chomsky que el habla ya viene con el recién nacido (gracias a su dotación genética), Mark Turner piensa que la capacidad mental literaria está en la base de todo pensamiento. No sólo nos sirve la memoria para no olvidarnos de que ya nos lavamos los dientes esta mañana o que no hay que meter las manos en la lumbre porque nos achicharramos o que si no damos vuelta a la izquierda o a la derecha nos matamos sino para teñir nuestro pasado con una coloración —el factor añadido— más interesante que nuestra propia experiencia real. El lenguaje mismo, dice Turner, es producto de la mente literaria. Para entendernos unos a otros, y para explicarnos el mundo y la vida, necesitamos contarnos historias. La capacidad narrativa, como actividad mental, es esencial en el pensamiento humano, que está en movimiento, en sucesión temporal, en secuencia, como todas las historias contadas.
Los proverbios son aforismos; las parábolas, fábulas. “Cuénteme”, dicen los colombianos, en lugar de “Dígame”. Casi siempre la mente humana se ocupa de construir historias y de proyectarlas. Oiga usted a su alrededor: siempre nos estamos contando algo. Por ejemplo: fui a la Universidad de San Diego, me metí en la biblioteca que era como un árbol que era como un cerebro que era como una memoria que era como la mente literaria.