Friday, February 10, 2006

La mente narrativa

Pero entonces la memoria
descendería del cielo como una cuerda
para salvarme del abismo de no ser.

—Marcel Proust


A treinta y cinco minutos de Tijuana, por la autopista 5, empezamos a ver la biblioteca de la Universidad de California en La Jolla. Tiene la forma de un árbol, una de esas inmensidades vegetales y arquitectónicas bien enraizadas que se conocen como laureles de la India y que en Hermosillo les dicen yucatecos porque de Yucatán los trajo el general Salvador Alvarado. A la entrada se lee un lema:

LEE. ESCRIBE. PIENSA. SUEÑA.

Sin necesidad de hacerlo explícito, este banco de libros es una declaración de fe en la palabra escrita y una reiteración de que nunca se pulverizará la galaxia de Gütenberg: un monumento a la memoria de la humanidad. No casualmente el diseño de la biblioteca también sugiere le forma de un cerebro.
—Me recuerda la biblioteca de Nueva York —le comenté a Jacinto Astiazarán—. Su filosofía es que una biblioteca es para el hombre de la calle. Sin identificación. Sin credenciales. Por eso un día, a principios de los años 60, un señor que venía de Astoria, en Queens, y que lamentaba la inexistencia de un método para copiar las páginas de los libros, se metió a estudiar en la sección científica de la biblioteca e inventó un sistema que patentó bajo el nombre de xérox y que en griego quiere decir seco.
Entramos como Pedro por su casa. Subimos al tercer piso y vimos que junto a la sección de literatura española y mexicana se alineaba la de italiana. Había treinta y seis libros de y sobre Leonardo Sciascia. En la consagrada a España me llamó la atención un libro sobre la “autoficción” de Carlos Barral y Antonio Muñoz Molina.
Pero lo que más me puso a cavilar fue —fuera ya de la biblioteca, en otro lugar de “campus”— el funcionamiento de una dependencia de la propia Universidad (con diccionarios, manuales, asesores) para ayudar a los estudiantes a escribir sus “papers”. Algo así como un puesto de primeros auxilios en materia de redacción y de estilo.


Mi sensación en esos momentos fue que desde el principio, desde la universidad medieval (“Basta recordar cómo los escribanos y copistas de los monasterios medievales contribuyeron, muy universitariamente, a la preservación de la herencia clásica griega y latina”, dice David Huerta) la razón de ser de todas las universidades es una sola: enseñar a escribir. Estúdiese lo que se estudie, ingeniería, arquitectura, medicina, derecho, literatura, neurofisiología, física nuclear, ciencias químicas, a lo que se va a la universidad es a aprender a escribir. Porque las ideas, la adquisición y la transmisión del conocimiento de una época a otra se hace por escrito y se asimila mediante la lectura.
¿En qué primaria, en qué secundaria, en qué prepa, en cuál universidad de nuestro ámbito, se le da importancia a la operación de escribir?
Al hombre de Cromagnon le tomó varias generaciones empezar a articular un lenguaje: una palabra. A partir de un sonido gutural. Muchos siglos le tomó asimismo inventar la escritura en una piedra, en una estela, en las paredes de las cavernas. Y llegó por fin a esa maravilla que es la escritura impresa en un libro.
Después, recorriendo la librería (allí donde venden esas sudaderas con las letras UCSD), me pude dar cuenta de que los ensayos más interesantes sobre literatura se encuentran ahora en la sección de neurobiología. Poetas, lingüistas, teólogos, filósofos, filólogos, psicólogos, biólogos, escriben ahora libros que van a dar a la catalogación de las “neurociencias”. En uno de ellos, levantado al azar, se razona que todo en nosotros, los animales humanos, es narrativa. Es decir, que somos puro cuento.
Mark Turner sostiene en The literary mind que nos comunicamos por medio de parábolas, cosa que ya sabían los reporteros evangelistas que reconstruían la vida de Cristo y sus pasionales andanzas. La mente, la predisposición mental natural, tiende a relatar. Si Lacan decía que el inconsciente está organizado como un lenguaje, y Noam Chomsky que el habla ya viene con el recién nacido (gracias a su dotación genética), Mark Turner piensa que la capacidad mental literaria está en la base de todo pensamiento. No sólo nos sirve la memoria para no olvidarnos de que ya nos lavamos los dientes esta mañana o que no hay que meter las manos en la lumbre porque nos achicharramos o que si no damos vuelta a la izquierda o a la derecha nos matamos sino para teñir nuestro pasado con una coloración —el factor añadido— más interesante que nuestra propia experiencia real. El lenguaje mismo, dice Turner, es producto de la mente literaria. Para entendernos unos a otros, y para explicarnos el mundo y la vida, necesitamos contarnos historias. La capacidad narrativa, como actividad mental, es esencial en el pensamiento humano, que está en movimiento, en sucesión temporal, en secuencia, como todas las historias contadas.
Los proverbios son aforismos; las parábolas, fábulas. “Cuénteme”, dicen los colombianos, en lugar de “Dígame”. Casi siempre la mente humana se ocupa de construir historias y de proyectarlas. Oiga usted a su alrededor: siempre nos estamos contando algo. Por ejemplo: fui a la Universidad de San Diego, me metí en la biblioteca que era como un árbol que era como un cerebro que era como una memoria que era como la mente literaria.

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