Friday, February 10, 2006

Autobiografía y autoficción

Al escribir su vida, por mucho que uno trate de ser fiel a su memoria, siempre terminará componiendo una autobiografía inventada, inevitablemente. Cualquier persona, no sólo los escritores de oficio. Aunque uno se proponga un ejercicio de sinceridad y se arme de valor, corriendo todos los riesgos, sólo podrá ofrecer una de las tantas versiones que tiene de sí mismo: la idea que uno se ha construido de sí mismo a lo largo de la vida. Porque la verdad es que uno arregla su pasado y en gran medida se lo inventa.
¿Cómo me veo a mí mismo? ¿Quién soy yo para los demás? ¿Cómo me ven los otros o cómo supongo que los otros me perciben? ¿No seré más que una criatura de la ficción para los demás?
Estas preguntas campean detrás de todo intento autobiográfico. El autor tiene en el fondo el deseo de que se le acepte; aspira a una aprobación que no sólo concierne a su texto sino a su persona y a su vida. Y así va editando —es decir, reconstruyendo— su identidad personal.
No sucede de esa manera en la novela propiamente dicha porque su campo de invención literaria es más libre y, por su ambigüedad, permite al escritor hacer uso de todas las máscaras que necesite. Por eso el lector cultiva siempre la sospecha de que a lo largo de toda una obra, una serie de novelas por ejemplo, se va disimulando la propia vida del novelista, como si lo autobiográfico estuviera escondido. Y de hecho lo está.
Uno de los más notables estudiosos de la autobiografía en Francia, Philippe Lejeune, se ha dedicado a analizar en los últimos años la producción autobiográfica de los grandes escritores, desde San Agustín y Jean-Jacques Rousseau a Sartre, Gide y André Malraux, pero también ha desplazado su atención a las obras sin intención literaria de la gente común y corriente que practica la autobiografía y a la que le interesa compartir sus reflexiones y encontrar uno o dos lectores. “¿Dónde empieza y dónde termina la literatura”, se pregunta.
¿Cómo saberlo?
Quienes adoptan un tono autobiográfico en sus novelas no le piden al lector que se lo crea todo. Entran más bien en un juego en el que dejan entrever una representación de su yo. Se valen, o se aprovechan, de la credulidad de quienes los leen para elaborar lo que en 1977 el novelista Serge Doubrovsky llamó “autoficción”.
Doubrovsky se refería en particular a su novela Fils (“hijos” o “hilos”, en francés), pero el término “autoficción” pasó a ser de uso común en la crítica literaria, en un sentido más vago y más general para referirse a ese espacio que se crea entre una autobiografía que no quiere decir su nombre y una ficción que no quiere despegarse de su autor. Y es que el vocablo “autobiografía” incomodaba a los escritores, como que al aceptarlo reconocían que no eran artistas.
Ahora más que nunca se tiene una cierta predilección por lo real, por las “historias verdaderas”, las que sucedieron realmente. Lo “realmente vivido” se ha puesto de moda: una noción de lo “vivido” formateado por los medios audiovisuales, pero la verdad es que la gente no se habla en el metro ni en el elevador, ni siquiera sabe quién es su vecino. Este falso interés por lo real, el morbo por lo “vivido”, se diluye en la autobiografía falsificada que ciertamente revela la intimidad y sus secretos, tanto como las memorias y los diarios íntimos, o las “confesiones”, pero todo lo pone en la tabla de lo imaginado: en la ficción que habrá de revelar otra dimensión de la verdad gracias al vuelo de la fantasía. La idea de la autoficción es que el ser del escritor no se aproximará a la verdad mientras no se amplifique, se ensanche, se ponga en peligro o en entredicho, en la seductora demencia de la ficción.
Se trata de una puesta en escena, o mejor: de una “puesta en ficción”, de la vida personal. Si la novela autobiográfica se proponía contar los hechos personales bajo la cobertura de personajes imaginarios, la autoficción hace vivir los acontecimientos ficticios a los personajes reales, con nombres y apellidos propios.
La distancia que va de una relato descaradamente autiobiográfico, como Las palabras, de Jean-Paul Sartre, a una novela de, por ejemplo, Thomas Bernhard, es casi inexistente. La diferencia depende de cómo asume el lector la proposición: de si acepta o no que el narrador se confunda con el autor. En este sentido el mejor ejemplo está en la novela de Marcel Proust, En busca del tiempo perdido, donde el juego se tiende entre el inubicable “Marcel” y el omnipresente narrador.
Ese “pacto autobiográfico”, del que habla Philippe Lejeune, apela a la complicidad del lector, que en la intimidad se solaza con todos los problemas derivados de la distorsión natural. Al curioso y desocupado lector le atrae la infinita capacidad de los seres humanos para distorsionar la realidad de manera natural, por los caminos de la fantasía, no a través de infusiones alcohólicas o de las drogas “filosóficas” que alteran la conciencia y la percepción.
Si la autobiografía o la autoficción es una prosa escrita en retrospectiva por una persona real, que hace la historia de su personalidad, pronto termina por verse que esa personalidad no es sino la parte más fingida —y probablemente más falsa— de todo ser humano, la serie de máscaras que se va poniendo y quitando para revelar detrás otra máscara. Lo fascinante, pues, es la invención de uno mismo, no la inasible y escurridiza “verdad”.

2 Comments:

Blogger jg de todos los santos said...

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5:10 AM  
Blogger jg de todos los santos said...

Que buen artículo, el que necesitaba. Gracias!

5:12 AM  

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