Friday, February 10, 2006

Anatomía de la memoria

Nuestro pasado no es lo que
puede registrarse en una
biografía; nuestro pasado es
nuestra memoria. Puede ser
una memoria latente o errónea,
pero no importa: ahí está.
Puede mentir; pero esa mentira,
entonces, ya es parte de la memoria.

—Jorge Luis Borges

El profesor James McConkey, de la Universidad de Cornell, en Ithaca, Nueva York, ha reunido en una antología lo que a lo largo de la historia de la ciencia y la literatura se ha dicho acerca de la memoria. En The Anatomy of Memory (Oxford Unversity Press, Nueva York, 1996) pone a dialogar tanto a neurobiólogos como a hombres de letras, matemáticos, psicólogos, novelistas y poetas. La recopilación abarca desde las Confesiones de San Agustín hasta Marcel Proust, Wladimir Nabokov y Toni Morrison.
A partir de un amplísimo espectro de voces y puntos de vista, la memoria aparece como la clave de la identidad personal, la clave de la mente y de lo que podría ser el “alma”. Para casi todas nuestras actividades —por nimias que sean, como comer o lavarnos los dientes— es indispensable la memoria, que también es crucial en la elaboración de la conciencia.
Para McConkey, que también es novelista, lo único que puede hacer inteligible el caos de la experiencia es la memoria, que alimenta también nuestra creatividad y afina nuestros deseos y los juicios que vamos haciendo en la vida cotidiana. No se refiere, como es evidente, a la noción de “memoria histórica” en el sentido sociológico, sino al funcionamiento de la memoria en su dimensión neurofisiológica.
En La anatomía de la memoria se recogen las observaciones más sutiles que han hecho los más distinguidos escritores del pasado y del presente. Nos enteramos de que ya en tiempos de Aristóteles se asociaba la memoria con la imaginación, como lo hicieron más tarde Thomas Hobbes y Gianbatista Vico. Nos enteramos asimismo de los esfuerzos de San Agustín por descifrar los equívocos y los malentendidos de la memoria en las veinte páginas que le dedica a partir del capítulo VII de las Confesiones. Ya en el año 397 después de Cristo San Agustín anotaba: “Este capacísimo retrete de la memoria recibe, en no sé qué secretos e inexplicables senos que tiene, todas estas cosas, que por las diferentes puertas de los sentidos entran en la memoria, y en ella se depositan y guardan, de modo que puedan volver a descubrirse y presentarse cuando fuere necesario.”
Esa relación directa entre los cinco sentidos y los trabajos de la memoria, que ya percibía San Agustín, reaparece en Una historia natural de los sentidos (Ed. Anagrama, Barcelona, 1992), de Diane Ackerman cuando analiza cómo de todos los sentidos el olfato es el que, de manera involuntaria, es el que más estimula la operación de la memoria. Para entender tenemos que “usar la cabeza”, es decir, la mente, escribe Diane Ackerman. “En general se piensa en la mente como algo localizado en la cabeza, pero los últimos hallazgos en psicología sugieren que la mente no reside necesariamente en el cerebro sino que viaja por todo el cuerpo en caravanas de hormonas y enzimas, ocupada en dar sentido a esas complejas maravillas que catalogamos como tacto, gusto, olfato, oído, visión”.
Dividido en seis secciones, el libro de James McConkey va haciendo ver cómo a lo largo de la historia la ciencia y el arte confluyen en las mismas conclusiones. Lo que fue una observación de los filósofos, los poetas y los novelistas, termina por corroborarse en la investigación neurobiológica. Y así no es extraño que neurólogos como Gerald Edelman o Israel Rosenfield reconozcan que Marcel Proust fue quien mejor llegó a imaginar cómo se mueve la memoria. Steven Rose piensa, además, que nada en la biología ni en nuestra vida personal tiene sentido si no es en el contexto de la memoria. Según él ni la psicobiología ni las neurociencias podrán reemplazar el trabajo del novelista o del poeta en la exploración de lo que es la subjetividad, al recordar y recrear “ese país extranjero que constituye el pasado”.
McConkey incluye también poemas de Marianne Moore y William Butler Yeats, fragmentos de Habla, memoria, de Vladimir Nabokov y de Para enseñar a hablar a una piedra, de Annie Dillard, y el ensayo de Clara Claiborne Park “La madre de las musas”, donde se refrenda la importancia que los griegos le daban a la memoria desde los tiempos de Homero.
Muchas de las páginas de la antología se dedican a “La naturaleza de la memoria” y a “La memoria de la naturaleza” y rescatan tanto la teoría del inconsciente colectivo de Jung como Las vidas de la célula, de Lewis Thomas, la memoria en su instancia más elemental, la de la célula.
Debemos a la memoria una doble perspectiva, escribe McConkey: no sólo el pasado informa el presente, también el presente colorea el pasado. Nuestro sentido del tiempo va cambiando con los años. En la infancia era más lento, más dilatado. Al llegar a la mediana edad, el tiempo se acelera y, en una suerte de presbicia de la memoria, recordamos mejor las cosas más lejanas en el tiempo que las vividas la semana pasada. A esta edad sentimos más la dimensión trágica de la vida y también su riqueza. A diferencia de otros animales, los seres humanos nos volvemos trágicos “porque podemos imaginar nuestra propia extinción”. Pero nada como la memoria nos ayuda a mantenernos a flote y a prepararnos para el final.

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