Friday, February 10, 2006

El papá de Kafka

Los críticos de la literatura se han planteado más de una vez si para juzgar una obra basta limitarse a lo que “consta en actas”, es decir, a lo que está encerrado en el libro sin tomar en cuenta la vida personal del autor. Unos creen que sí, que lo único que importa es el texto. Otros, como Edmund Wilson, creen que para lograr una comprensión más profunda y cabal de una novela, por ejemplo, es necesario considerar tres aspectos: la obra misma, a biografía del escritor y el contexto histórico en el que le tocó vivir.
Cada autor se inventa un personaje de sí mismo. Pensamos en Marcel Proust y sus personajes, pero también en el propio Proust como personaje. Pensamos en Juan Rulfo y Susana San Juan, Pedro Páramo, Abundio Martínez, el padre Rentería, pero asimismo recordamos a Rulfo como el personaje que se fraguó en la memoria de sus contemporáneos y en la historia de nuestra literatura. Albert Camus, Jorge Luis Borges, Miguel de Cervantes, también sobreviven como seres de ficción, de sí mismos y de sus obras, al desdoblarse: al pasar de las criaturas que fueron a los personajes que quedaron.
Por mucho que el hecho biográfico pueda parecer muy tenue y poco significativo en algunos autores, en otros es imposible desligarlo de su proceso creador. Rulfo sería un caso, por la época que le tocó vivir (nació en 1917) y le hizo conocer el terror de la guerra cristera, por el lugar (el sur de Jalisco) en que tuvo su primera experiencia de la vida, por su circunstancia personal y familiar. Sin embargo, el ejemplo más notable de esta relación entre el entorno autobiográfico y la invención de un mundo literario es el de Franz Kafka, que vivió 41 años, entre 1883 y 1824.
Ha quedado en el conocimiento de los lectores, acaso injustamente, que el padre de Franz Kafka era un monstruo. Sobre todo por la famosa “Carta al padre”, que su padre nunca llegó a leer, por “El fogonero” (el primer capítulo de su novela América o El desaparecido), por La metamorfosis, pero muy especialmente por un cuento que habría de marcar el tema del padre como clave: “La condena”.
En este relato el hijo tiene un encontronazo con su padre anciano, que lo induce al suicidio. Es tal el rechazo, la traición, la incapacidad de ternura y afecto, la crueldad y la desaprobación por parte del padre que George Bendemann termina por arrojarse al río.
La verdad de los hechos, atrás de la literatura, es que Hermann Kafka no fue un padre particularmente malo. Nada hay que autorice a pensar haya sido “un tirano ominoso, un déspota incalificable o un destripador de criaturas”, dice Jordi Llovet, uno de los especialistas en Kafka más agudos en lengua española. Como cualquier padre de la clase media, Hermann Kafka tenía sus arrebatos y sus impaciencias, amenazaba a su hijo diciéndole que lo desgarraría “como a un pescado”, pero tal vez lo que quería decirle es que se lo comería a besos. Nada serio. Nada sádico. Gustav Janouch, en sus Conversaciones con Kafka, escribe que una vez vio a Kafka y su padre juntos y que nada podía hacer suponer que se llevaban mal. Lo que parecer haber sucedido es que Kafka se puso a hacer literatura con la figura de su padre. Le sirvió para metaforizar el poder, la opresión, la autoridad, la intolerancia, el conflicto generacional entre los jóvenes y los viejos.
El crítico catalán preparó en 1992 un volumen para le editorial Anagrama titulado Padres e hijos, el mismo título de aquella novela de Turgueniev. Allí Llovet junta los textos (cuentos, fragmentos de sus diarios) que Kafka consagró a la, muchas veces, difícil y determinante relación: “La carta al padre”, “El matrimonio”, “Barullo”, “Regreso al hogar”. Kafka siempre dijo que “El fogonero”, La metamorfosis y “La condena” debieron haberse publicado en un solo libro titulado Los hijos, acaso porque la figura de su padre, consciente o inconscientemente, se le convirtió en “el núcleo simbólico y el alma de su compleja maquinaria literaria”.
Jordi Llovet entiende que la relación de Kafka con su medio familiar y, de un modo especial, con su progenitor, “es una clave de inapreciable valor para entender con mayor justicia el sentido de toda su obra literaria”. ¿Cómo le hizo Kafka?
Como suelen hacer los verdaderos novelistas: inventó, exageró, amplificó, quitó unas cosas y metió otras. Partió de su realidad, es cierto. No disimuló sus principales obsesiones: el sentimiento de culpa, la necesidad de castigo, la soltería, la impotencia para el matrimonio, la dificultad para el encuentro nupcial, sus crisis de pánico. Emplea a fondo su imaginación, explica Llovet, para distorsionar la realidad mediante los procedimientos retóricos de la hipérbole (exageración), la parábola (comparación), la alegoría, la fábula, la amplificación o la reducción. Exageró el lugar que su padre ocupó en su vida y modificó el recuerdo infantil que tenía de él.
Como quiera que haya sido, el caso es que la literatura le salvó la vida. Fue su liberación y su redención. Le compensó de todas sus deficiencias como persona. Por eso no podía dejar de escribir. Sólo no escribía cuando estaba dormido y, quién sabe, es posible que también en sus sueños estuviera componiendo frases. La escritura fue su refugio, su verdadero matrimonio, su modo oblicuo de conjurar la depresión y los embates del pánico. De manera compulsiva, la escritura empezó a incorporarse a su respiración. Por eso escribió en sus diarios que le aburrían las relaciones sociales, la vida familiar para la que carecía del menor sentido, las trivialidades del día a día y del trabajo:
“Todo lo que no es literatura me aburre y lo odio, porque me demora o me estorba, aunque sólo me lo figure así.”

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