Friday, February 10, 2006

Recuerdo, luego existo

Así como aún no existe México una reglamentación sobre la publicidad engañosa, tampoco parece que la Dirección General de Cinematografía sirva de algo para impedir que la imbecilidad de los distribuidores de películas ofenda la inteligencia del público mexicano con sus traducciones estúpidas. Una película tan bella y tan conmovedora como Iris —cuyo tema fundamental es la pérdida de la memoria: la enfermedad del Alzheimer— se ofrece a los espectadores con un título que sugiere exactamente lo contrario del drama: “Recuerdos imborrables”, cuando de lo que trata la cinta es de cómo los recuerdos se borran.
No se sabe muy bien si en el pasado existía ya la enfermedad o si el Alzheimer —al elevarse la edad en la expectativa de vida— se refiere a un padecimiento más grave y más complejo que el que antes se reconocía como “demencia senil”.
El caso es que en Iris —dirigida por Richard Eyre y actuada por Judi Dench, Jim Broadbent y Kate Winslet— se cuentan los últimos momentos de la escritora irlandesa Iris Murdoch que murió el 8 de febrero de 1999 a los 79 años. Es el mismo asunto que recrea el documentalista Richard Dindo en La enfermedad de la memoria, un reportaje realizado en Nyon, a un paso de Ginebra, mediante entrevistas con los enfermos y con sus familiares.
Parece evidente que el guión de la película se informa en lo posible de Elegía a Iris (Alianza Editorial, Madrid, 1999), el libro que escribió el crítico y novelista John Bayley, esposo de Iris Murdoch durante cuarenta años. Cuando advierte los primeros síntomas anota en su cuaderno:
“Esa niebla insidiosa, apenas perceptible hasta que todo lo que tienes a tu alrededor desaparece por completo. Después de eso, ya no es posible creer que exista un mundo fuera de la niebla.”
La narración se va dividiendo en dos tiempos paralelos: el de juventud, que interpreta Kate Winslet, y el de la edad madura, el de los grandes momentos de lucidez, que corre a cargo de Judi Dench.
En la presentación de los primeros minutos, Iris Murdoch (de quien Joaquín Diez Canedo publicó en México, en 1964, su novela El Unicornio) aparece la novelista y filósofa en su gran momento: da una conferencia sobre el valor de la educación y sostiene que si bien es cierto que la educación no nos da la felicidad sí nos permite, en cambio, darnos cuenta de cuándo somos felices. Sólo unas cuantas frases, las pocas que permite el lenguaje cinematográfico para no dilatarse demasiado en ideas abstractas, bastan para dar al personaje, la autora de El rojo y el verde, y El mar, el mar, ganadora del premio Booker en 1978.
Bayley intenta mostrar en su bello libro el paulatino desvanecimiento de su pareja (lo fue escribiendo a medida que ella se deterioraba y lo publicó a fines de 1998, dos meses antes) y los apagones de su memoria compartida. Ya hacia 1994 aparecen algunos signos: “No consigo recordar quién es ni qué hace”, dice Iris respecto a su personaje en Jackson’s Dilemma. Le sucede algo parecido a lo que sufrió el historiador norteamericano William Manchester: perdió la capacidad de establecer conexiones.
“Resulta muy agradable estar sentado en la cama con Iris dormida a mi lado, roncando suavemente. Cuando me entra el sueño tengo la sensación de estar flotando río abajo, mirando toda la basura de la casa y de nuestras vidas —tanto lo bueno como lo malo—, contemplando cómo se hunde lentamente en las aguas oscuras hasta desaparecer en las profundidades.”
En el caso de una escritora como Iris Murdoch es de imaginar que la desesperanza se troca en ansiedad, en pánico, más que en otros casos. Porque en un escritor la memoria es un sedimento de la experiencia que habrá de transmutarse en palabras narrativas: constituye el mecanismo mismo de la invención literaria y de la imaginación.
“Me gusta esa idea de la memoria como maceración de la experiencia”, dice Luis Mateo Díez, “y una de las frases más plásticas y significativas que oído en mi vida proviene de Antonio Lobo Antunes: que la imaginación no es otra cosa que la memoria fermentada. La memoria del narrador es el depósito que mejor contiene los elementos literarios de su experiencia, ese humus que salva del olvido lo que merece perpetuarse en la escritura mientras se macera.”
John Bayley iba sintiendo, a medida en que escribía su libro, que gran parte de su propia vida entraba en una dimensión sin retorno. Tambien él sospechaba en sí mismo una ligera pérdida de la memoria y se iba quedando solo, “encadenado a un cadáver muy querido”, según le decía alguien.
Lo que cambia es la percepción del mundo: “Uno necesita sentir que la individualidad de su consorte no se ha diluido en los síntomas comunes de un cuadro clínico”.
Como cuando ciertos enfermos de sida se ven afectados en su neurología, también en las víctimas del Alzheimer uno siente que primero se muere la persona y después el cuerpo. Hay un momento en que el ser querido ya no está. Nadie responde. No nos reconoce. Nadie reconocible habita ese cuerpo sin memoria porque finalmente lo que se ha extraviado para siempre es su identidad personal. Su yo. Su ser para los demás y para sí mismo.

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