Friday, February 10, 2006

El hijo del telegrafista

Los padres no son como fueron
sino como los recordamos.

—Virginia Woolf


La autobiografía y las memorias se funden y se confunden en un mismo río porque su diferencia es muy sutil y además no importa. Lo que cuenta es el papel de la memoria en la invención literaria y de qué manera en cualquier ser humano —y no sólo en el escritor— el pasado informa al presente no menos que el presente pigmenta al pasado, en el juego de una doble perspectiva.
Gabriel García Márquez nació en una novela, la novela de su propia vida y la de los suyos. Pero en su libro de memorias, Vivir para contarla, ha sabido guardar su vida privada e “independizar su literatura de su vida, hasta convertirla en un territorio de fantasía”, según escribe Marco T. Aguilera Garramuño en la estupenda revista poblana Crítica.
Tanto en las memorias como en la autobiografía la memoria es el revés de la trama, el otro lado de la Luna. Ya en 1932 el inglés Frederick Barlett, en un análisis sobre “La memoria de Shakespeare” y adelantándose a los estudios de la neurobiología actual y sin saberse más o menos contemporáneo de Marcel Proust, vislumbraba que el movimiento perpetuo de la memoria supone una reconstrucción imaginativa de la materia recordada.
El encanto de estas reminiscencias de Gabriel García Márquez en Vivir para contarla está en que, en una época en que tanto se ha investigado y teorizado sobre la "autoficción", las "escrituras del yo" y el carácter inventivo de la memoria, su manera de contarse a sí mismo se va dando de modo natural, a partir de una memoria viva nunca explícita ni consciente de sí misma. Cuando mucho llega a deslizar la idea de que hasta la adolescencia "la memoria tiene más interés en el futuro que en el pasado, así que mis recuerdos del pueblo no estaban todavía idealizados por la nostalgia".
Lo autobiográfico estaría en las referencias a sí mismo, pero en esa patria de la infancia que le toca ahora reinventar más bien destacan los otros: la biografía de los demás, de los seres que le fueron enseñando a hacerse de una composición de lugar en cuanto dio los primeros pasos en este mundo, como sus padres, sus hermanos, sus tías, sus compañeros de juego y de tertulia, sus profesores, sobre todo sus padres y su relación feliz con ellos, la fuente de su seguridad y su amor propio, a pesar de que los padres son como los inventamos.
El personaje de sí mismo que va haciéndose en la niñez y desapareciendo al mismo tiempo sin morirse ("Dónde está el niño que yo fui, sigue adentro de mí o se fue?", se preguntaba Pablo Neruda) va encuadrándose en la literatura como en su propia piel, como si hubiera nacido escritor. Sus impulsos primigenios lo ponen a seleccionar de la realidad lo que se traduce en letras, en sonidos y en evocaciones, como si hubiera nacido en una novela. Tiene desde chico un sentido del lenguaje y un humor verbal que a no pocos exaspera, que a muchos seduce o embruja.
Y es que en su mirada comparece un mundo en el que son importantes la poesía y los libros, la música y los escritores, pero sobre todo los otros seres humanos, con sus miserias y sus grandezas, sus contradicciones, los desaciertos de su corazón, sus fantasías y una capacidad de ilusión que en los adultos sigue pareciendo infantil, a pesar de las derrotas. ¿Por qué? Porque nació entusiasmado con la vida y la amistad (baste anotar sus relaciones con Plinio Apuleyo, Álvaro Cepeda Samudio, don Ramón Vinyes, el sabio catalán, Álvaro Mutis) a tal grado que esa fascinación por las criaturas de la realidad y los personajes de la ficción le hizo experimentar en carne propia que el periodismo no es sino uno más de los géneros literarios y que "novela y reportaje son hijos de una misma madre". ¿Por qué entonces novela y autobiografía o memorias no habrían de tener los mismos progenitores?
Hay una cadencia de la frase muy reconocible como de García Márquez, una manera de adjetivar, una fobia por los adverbios terminados en mente (que nunca usa), un aire muy propio en el ataque inicial del enunciado, un modo de rematar la oración, una manía afortunada (tal vez asimilada en sus lecturas de Rulfo) de poner los resonantes nombres y apellidos completos de los personajes, los amigos y los familiares, y ese aprendizaje se va viendo aquí en sus memorias como un germen primero y luego como una conclusión estilística.
García Márquez refrenda lo que sospechaba Marcel Proust: que al recordar uno incorpora un factor añadido a la cosa real, a la experiencia resucitada a través de la imaginación, como si la memoria jugara el papel de inventar otra ”realidad”, aparente o imaginada, que se empalma con cualquier instante del pasado. En esta transfiguración del hijo del telegrafista de Aracataca cuenta además, de modo significativo y personalísimo, el componente emocional, puesto que ni la conciencia ni la memoria reviven sin los tintes de la emoción.
El efecto de conjunto, al llegar uno a la última página, es precisamente la sensación de que hemos compartido las industrias y andanzas de una emotividad, una alegría, una celebración, un agradecimiento: emociones todas que se tienen cuando se ha alcanzado una vida plena impregnada por la literatura.
Vivir para contarla es un ejemplo maravilloso para entender lo que es la mentira en la literatura y también en la autobiografía. No la mentira como falsedad sino como fabulación: el camino de la fantasía que conduce a otra dimensión, el reino de las ficciones verdaderas, la recóndita provincia de una verdad más profunda.

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