Friday, February 10, 2006

La invención del padre

De muchas cosas pero sobre todo de la creación y la procreación trata La invención de la soledad, la novela-ensayo-diario-memoria de Paul Auster, nacido en Nueva Jersey en 1947, autor también de Leviatán y El libro de las ilusiones.
Pau Auster se ve a sí mismo en esta soledad inventada, imaginada, construida, elaborada, pero no por ello menos real ni menos creativa, como autor y como personaje, en su papel de padre y en su condición de hijo, al ir urdiendo una dilatada meditación sobre el lenguaje, la memoria, la escritura, el doble, pero sobre todo la paternidad y la filiación.
Si bien es cierto que durante el gran momento de Jean-Paul Sartre se habló de una “novela existencialista”, el crítico francés Michel Contant estima que La invención de la soledad (publicada en 1982), de Paul Auster, puede muy bien considerarse una novela existencial porque retoma la reflexión sartreana que surge de la propia experiencia. El hecho biográfico como parte de una novela involuntaria, no escrita, se asume como material de ficción sin disfraces, no como una filosofía sino como una especie de compromiso con la verdad que el autor establece consigo mismo y en el que arriesga algo más que su reputación literaria. Se desnuda con todas las consecuencias del caso; se vale de una primera persona del verbo en la que el yo a veces es del personaje y en otros momentos del autor fundiendo en un solo tejido la vida y la literatura.
Aparte de fijar mediante la escritura una posición frente al mundo, como quería Sartre, y de relacionar las apariciones y los flujos intermitentes de la memoria con el proceso creador y la operación de escribir, el autor-narrador de La invención de la soledad empieza por no aceptar que su padre haya vivido en balde y decidir que para preservar esa vida, para evitar que se pierda de manera irredimible, es necesario escribirla: sumergirse en la oscuridad de un pasado que sólo las palabras y su impredecible dinámica podrán ir descubriendo. La muerte del padre desamarra, pues, la labor de la memoria y la escritura. El autor intenta reconstruir esa vida perdida sospechando, tal vez, como sugería Kierkegaard, que “quien se decide a trabajar da en sí mismo nacimiento a su propio padre” y que su libro, emanado de la soledad, algo de sí mismo le habrá de decir en el futuro a su propio hijo. “La liga existencial más fuerte es la que se establece entre un hijo y su padre”, escribe Michel Contat, “y sólo su elucidación le permite ser padre a su vez. La invención de la soledad es el libro más desgarrador y lúcido que conozco sobre esta relación que tanta falta le hizo a Sartre y que nunca supo que le faltaba”.
Y es que la reanudación de un safarí sentimental por los vericuetos de la infancia —la cacería de los signos y las claves, la indagación por el niño que fuimos y se desvaneció sin morir con el paso del tiempo— propende a un ensimismamiento que muy raras veces quiere uno permitirse de adulto —creyéndose eterno— pero que final e ineluctablemente se promueve en la agonía: en los instantes últimos de nuestro personaje en la tierra, antes de escapar, “porque la muerte no es morir”, según escribía José Revueltas, “sino lo anterior al morir, lo inmediatamente anterior, cuando aún no entra en el cuerpo y está, inmóvil y blanca, negra, violeta, cárdena, sentada en la silla más próxima”.
En La invención de la soledad Paul Auster ciertamente no se regodea en la siesta dulce e irrecuperable de la infancia extinguida, pero asocia la muerte de su padre con el niño que fue (Paul Auster) y explora las implicaciones de la paternidad (tanto la que se refiere a su progenitor como a la que, constantemente, a lo largo del relato, proyecta hacia su hijo) y la filiación. Como personaje y como autor, intenta comprender la vida y la muerte de su padre, un hombre frío, que para sobrevivir se mantiene en la superficie de sí mismo, incapaz de expresar una emoción o el menor gesto de afecto. Situado en medio, entre su hijo de dos años y su padre muerto, Auster rastrea las claves de su ser en la cadena de identificaciones masculinas que se va tendiendo desde el abuelo al nieto y los bisnietos.
Hijo de un inmigrante judío austríaco y establecido en Kenosha, Wisconsin, Samuel Auster, el padre de Paul, encarna la figura central de la primera parte de la novela, “Retrato de un hombre invisible” (la segunda y última es “El libro de la memoria”). Glacial, paralizado desde el punto de vista amoroso, ausente, como desconectado de la vida, deviene, en la experiencia de su hijo, “un hombre invisible, para sí mismo y para los demás”.
Si el pasado se esconde, más allá del intelecto, en ciertos objetos materiales, como razonaba Marcel Proust, la cicunstancia desencadenante de la memoria y la narrativa de Paul Auster se da por el vacío y las cosas que encuentra en la casa de su padre muerto, cuando abre su recámara y escudriña en sus roperos, observa las paredes sin pintar, repara en los grifos descompuestos y los utensilios de aseo, y advierte que aún hay por ahí unos vestidos de su madre no porque su padre, divorciado quince años atrás, se aferrara al pasado y hubiera querido preservar la casa como un museo sino porque más bien no se daba cuenta de nada y nada le importaba: “Lo gobernaba la negligencia, no la memoria”. El hombre no sabía manifestarse. No era capaz de una caricia. Llevaba la vida de un solitario, no como Emerson, que se aisló para conocerse, no como Jonás que rezaba para salvarse en el vientre de la ballena que lo salvó de ahogarse, sino en el sentido de alguien que se repliega, que se coloca en retirada, para no tener que verse ni dejar que lo vean los demás. Un hombre sin apetitos. La muerte en la vida. La muerte del deseo.
Entre los objetos materiales que dicen al muerto y lo caracterizan como personaje, y lo hacen perdurar de algún extraño modo, las fotografías abrigan para el hijo la ilusión de que podrían revelarle una verdad largamente ignorada. La búsqueda del padre se vuelve entonces inquisición, una pregunta planteada y desoída desde la infancia.
Del juicio que de manera ineludible los hijos se hacen de sus padres, de la evocación de la madre o del padre, la historia de la literatura abunda en ejemplos: desde Marina Tsvietáieva en El diablo, Peter Handke en Desgracia impeorable, Albert Cohen en El libro de mi madre, Adelaida García Morales en El sur, hasta Carlo Collodi en Pinocho, para no hablar de aquella reclamación clásica de Kafka a su padre (la carta que su padre nunca leyó), y el tema resulta de lo más perentorio, antes de morir, para el viejo Ingmar Bergman en Las mejores intenciones, pero esa asunción de la literatura y la vida como una y la misma cosa (en última instancia lo autobiográfico resulta ficción para los demás) se enriquece en Paul Auster por la inquietud del enigma cuando entre los papeles y las fotos de papá se topa con un crimen.
Una fotografía de grupo familiar congela desde principios del siglo XX la imagen de la abuela con sus cinco hijos: una niña y cuatro niños, uno de los cuales, el bebé de menos de un año que se sienta en el regazo de su madre, es el padre de Paul. El abuelo, sin embargo, no está… pero estaba: fue recortado por alguien de manera grosera e iracunda porque la fotografía está rota, desgarrada, pegosteada, de tal modo que al fondo queda volando un árbol sin tronco y por debajo de las axilas de uno de los niños asoman las puntas de los dedos de u ser inexistente o excluido: el abuelo. Esta negación rencorosa no se queda en la mera metafísica de la entelequia fotográfica, pues, como vino a saber Paul Auster por unos recortes de periódico, su abuela asesinó de un balazo a su abuelo en 1919 delante de uno de los niños que sostenía una vela cuando su papá cambiaba un foco fundido. En la oscuridad y la penumbra. Todo esto hubo de percibirlo a su modo, a sus dos años, el padre de Paul. La abuela fue encarcelada luego de un juicio al que se hizo comparecer a los niños mayores, pero finalmente fue exculpada y obligada a emigrar hacia la costa Este.
Si el acontecimiento arroja una cierta luz sobre el carácter elusivo del padre, su reconstrucción, su recreación, su conversión en escritura, no deja de ser al mismo tiempo un ponerse a pensar en el lenguaje, la memoria y la necesidad vital de contar para ser. Ya l decía Bashevis Singer:
“Cuando un día pasa, deja de existir. ¿Qué queda de él? Nada más que una historia. Si las historias no fueran contadas o los libros no fueran escritos, el hombre viviría como los animales: sin pasado ni futuro, en un presente ciego”.
Paul Auster se encomienda al mito de Jonás y al apólogo de Pinocho para ilustrarla caída en las tinieblas y la pregunta obsesiva por el padre. Al caer en el vientre de la ballena, Pinocho tiene la sensación de haberse sumergido en un tintero: todo es oscuridad a su alrededor, la oscuridad de la soledad. Todavía no sabe Pinocho que Gepetto también se encuentra allí. Pero esa en esa oscuridad donde el muñeco descubre en sí mismo el coraje para salvar a su padre y conseguir, por el mismo hecho, su transformación en un niño real, de carne y hueso. Como el canutero de Collodi, también de madera, Pinocho entra en la oscuridad de la tinta negra y Collofi lo utiliza como instrumento de su creación a fin de escribir la historia de su propia infancia. “Porque sólo en la oscuridad de la soledad empieza el trabajo de la memoria.”
A lo largo de una vida uno emprende —como Juan Preciado que se dirige a Comala para encontrar a Pedro Páramo— la búsqueda del padre, pero más o menos a la mitad del camino de la vida uno recrea, reconstruye al padre que le faltó. Tal vez la escritura no sea sino un esfuerzo por resarcir la figura del padre perdido.
La memoria va y viene, intermitente, como un voz. Es una voz que le habla cuando cierra los ojos y no necesariamente es su voz. Es una de las “voces familiares” de Harold Pinter. Pero esa voz le habla como si le contara un cuento a un niño. Y el niño tiene tanta necesidad de cuentos como de comida, y su falta se manifiesta como hambre, pues si no se le permite tener acceso a lo imaginario jamás se entenderá con el mundo real.
La acción de escribir es una acción de la memoria. Los pensamientos, como sentía Pascal, se van y vuelven. O no regresan jamás. Se escapan. Cuando en la insondable soledad de su cuarto empezó a escribir su soledad, el autor-personaje se supo más dueño de su ser. (Para ser uno mismo hay que estar solo, dice un habitante del mundo pirandelliano.) La memoria, entonces, obró no simplemente como la resurrección de su propio pasado sino como una inmersión en el pasado de los demás, lo que equivale a decir: en la historia. Todo se le representó al mismo tiempo, como en un eterno presente y el placer de contarlo tuvo que ser necesariamente lento. Nunca la pluma podría avanzar lo suficientemente aprisa para dejar grabada cada palabra descubierta en el espacio y el ritmo de la memoria. Algunas cosas se perderían para siempre, otras tal vez se recordarían de nuevo, y todavía otras se perderían y se encontrarían y se perderían otra vez. Como los pensamientos de Pascal.
“Sí, es posible que nunca crezcamos, que incluso cuando nos volvemos más viejos seguimos siendo los niños que siempre fuimos. Nos recordamos como éramos entonces, y nos sentimos los mismos. Nos convertimos entonces en lo que somos ahora, pero seguimos siendo lo que éramos, a pesar de los años. Nos cambiamos por nosotros mismos. El tiempo nos hace crecer, pero no cambiamos”, siente, piensa, dice, cree, conjetura Paul Auster, e inventa a partir de su soledad.
Porque no se trata de una soledad inventada sino de la invención que se engendra en la matriz de la soledad.

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