La memoria como invención
por
Guadalupe Beatriz Aldaco
Sobre Padre y memoria
de Federico Campbell
La madre de Federico y mi abuelo paterno nacieron en Chínipas (rancho Las Chinacas), Chihuahua. Otros de nuestros antepasados nacieron o se criaron en Sonora, por eso todas las vacaciones de nuestra niñez (la diferencia de edades y tiempos es lo de menos) transcurrieron en alguna ciudad de este estado. Somos bajacaliforniosonorenses (los que nacieron en Sonora y se han ido a Baja California son sonobajacalifornianos) porque nacimos en Tijuana y Ensenada, respectivamente, pero ambos retornamos a nuestras raíces cuando decidimos volver a Sonora a estudiar durante la adolescencia. Eso le otorga un cariz especial a una amistad de casi veinte años.
La trascendencia de los grandes libros –en especial de las novelas– en la conciencia literaria del lector, suele ser vislumbrada justamente al término de la lectura, cuando los ojos agotan la última línea del párrafo final de la obra. Queda entonces la certeza de que la dimensión física de ese universo cuya superficie tipográfica hemos abarcado con los sentidos, es finita, limitada; lo que sigue, materialmente hablando, no es más ya literatura.
El colofón y la contraportada son égidas contra la eventual continuidad textual: un frío párrafo de contenido técnico por un lado, el lapidario colofón, y por otro el cartón que de atrás para adelante encierra, triste y a la vez violentamente, lo que antes nos mantuvo sumidos en la realidad paralela de la literatura, muchas veces más elocuente y seductora que la que nos atrapa todos los días en la cotidianidad.
Un libro es trascendente en nuestra conciencia literaria, o como diría Federico Campbell, en nuestra memoria literaria, si después de la última palabra impresa se apodera de nosotros una peculiar, extraña sensación de nostalgia, como cuando hemos sido arrancados repentinamente de una atmósfera entrañable, como el bebé del líquido amniótico o las primeras criaturas del paraíso, al que por eso se le llama “perdido”, o como cuando la presencia de un ser querido nos ha sido arrebatada y surge entonces el duelo, el vacío.
Terminamos de leer y añoramos al planeta libro y a sus habitantes, los personajes; extrañamos a esos émulos de seres humanos porque, como si lo fueran verdaderamente, han convivido con nosotros no sólo durante el tiempo cronológico de la lectura, sino en los intervalos en los que no leemos pero seguimos alternando, dialogando, soñando con ellos. Han pasado a formar parte de nuestras vidas comunes, nos han acompañado, los hemos hecho nuestros. Así de poderosa ha sido la habilidad del narrador para endosárnoslos como compañeros de vida durante ciertos lapsos –a veces para siempre–, y gracias a ello quizás muchas veces nos hemos sentido menos solos.
No es de extrañar que esas sensaciones se susciten a partir de la lectura de novelas, principalmente, pero tampoco es extraño que Federico Campbell logre provocar esa misma experiencia después de la lectura de textos como Post scriptum triste o Padre y memoria, que no son novelas. Con esto estoy tratando de transmitir por qué Padre y memoria es un libro trascendente.
El conjunto de casi 50 ensayos, relatos, semblanzas, reflexiones, testimonios, anécdotas, diarios, confesiones, críticas, indagaciones, especulaciones de Padre y memoria, lejos de ser una reunión caprichosa de textos aislados, ajenos entre sí, es la creación, tal vez involuntaria pero no menos eficaz, de una historia multifacética, poblada de personajes, argumentos, tramas, conflictos, anécdotas, movilizada en un terreno híbrido de ficción y no ficción.
Si en La clave Morse el padre, la madre, el hijo, las hermanas y otros personajes son los claros protagonistas de la historia, en Padre y memoria Borges, Shakespeare, Proust, Cervantes, Rulfo, Morrison, Pirandello, Wolf, por destacar los nombres de algunos escritores, son dispuestos, desde distintos tiempos y lugares, para que convivan y dialoguen sobre su visión del mundo, la vida y la muerte, la mente y la memoria, la literatura y el arte, la presencia o ausencia del padre. Son estos autores, junto con los científicos de la mente o neurofisiólogos y neurobiólogos, los personajes sui géneris de esa metáfora de novela que es este libro para mí.
Y todavía más allá, no sólo los escritores conviven entre sí como personajes en Padre y memoria, también lo hacen ellos mismos con sus propios personajes, los que han creado en sus cuentos y novelas, y entre estos mismos hay también comunicación, convivencia, intercambio, de tal forma que el libro es una revelación constante de relaciones que estábamos muy lejos de vislumbrar. ¿Cervantes conviviendo con Alonso Quijano, como en el mismo Quijote? El amplio conocimiento literario y la virtud de establecer conexiones hacen posible la construcción de estas redes de relaciones, que satisfacen el ansia de asombro y develación que uno siempre busca en la literatura.
Un prestidigitador de apellido Campbell ha puesto, pues, en práctica la habilidad que reconoce y admira en otros escritores y que él mismo posee con creces, aunque quizás no lo haya admitido suficientemente: la de establecer correspondencias, vínculos, entre autores, obras, protagonistas, argumentos, anécdotas, citas, biografías, vivencias, experiencias, obsesiones, de tal forma que un personaje de la Odisea puede convivir en el mismo escenario con alguno de Pirandello, o de Rulfo, o de Roth.
Es la magia del escritor que sabe literatura, el encanto del que ha sabido, por décadas, buscar, encontrar, leer, interiorizar y sellar en la memoria obras literarias trascendentes, ésas que se extrañan, por las que se experimenta una especie de duelo cuando su finitud material se impone, pero que, contrarrestando ese sentido de pérdida momentáneo, se prolongan en el tiempo modelando la sustancia de que debe estar hecha la memoria literaria, para devolver después el maná procesado en forma de narrativa original y propia.
Porque Padre y memoria es un libro sobre literatura, sobre muestras depuradamente seleccionadas de la gran literatura que el autor ha sabido reunir, hacer coincidir; muestras que documentan y enriquecen los temas que, por fortuna para nosotros los lectores, le obsesionan: las marcas claras del padre en la memoria, o bien las huellas invisibles de la presencia del padre, o bien la presencia del padre por ausencia, o el padre escondido en el inconsciente, y tantas combinaciones más, pero también el tema de la memoria que finalmente lo abarca todo.
La memoria más allá de las contingencias del padre, la madre, la historia personal y biológica inclusive; la memoria como “la persona” en tanto yo construido, inventado, la memoria como aquello que nos da sentido, identidad: la autoficción, en palabras del escritor. Porque lo que decimos que somos nos lo inventamos nosotros; la memoria “hace” nuestro yo, lo construye, lo inventa, de ahí que en enfermedades caracterizadas por la pérdida de la memoria primero muere ésta y después la persona, se nos reitera en el libro.
La autobiografía que nos creemos y nos creamos es producto de la sucesión de los propios recuerdos y éstos no son fieles, sino espejos empañados de lo que nadie, ni nosotros mismos, sabemos que somos.
Padre y memoria es también un homenaje a la intertextualidad, a esa propiedad de la literatura que sólo ciertos escritores son capaces de llevar a la práctica en sus obras con acierto (como Borges, Alfonso Reyes, Enrique Vila Matas), y que consiste en construir el propio texto como macrotexto de múltiple autoría. La segunda cita del libro, de Blaise Pascal, dice así: “Que no se diga que yo no he dicho nada nuevo: la disposición de los temas es nueva. Cuando se juega a la pelota ambos jugadores usan la misma pelota, pero uno la coloca mejor que el otro”. Aquí Federico Campbell es más que modesto (si es que quiere “ponerse el saco” que ideó Pascal), porque Padre y memoria es mucho más que los mismos dados dispuestos de distinta forma, aunque sólo con ello habría bastado para hacer de ésta una obra trascendente.
Con este libro el autor nos está diciendo que la gran literatura es una sola, que es un continuum al que hay que aprender a conocer lo más profundamente posible para descubrir su lógica, como si su construcción fuera producto de un dios omnipresente y hubiera que acercarse a la mente misteriosa de ese ente procreador.
En Padre y memoria Federico Campbell se revela como un escritor naturalmente comprometido con los misterios de la condición humana, por eso linda, merodea y se sumerge en los territorios que mayormente definen al hombre, como la memoria (“somos lo que recordamos, fuera de eso no hay yo que valga”, parafraseo); el sentido de la vida, las transformaciones del concepto del tiempo en el transcurrir vital, la sustancia de los sueños y su relación con el tiempo en la vigilia (“Cuando soñamos estamos en la eternidad”, nos dice), el poder del arte y la literatura, el privilegio que representan esas actividades para el hombre.
A la figura del padre, que desde el título cobra fuerte presencia, se le puede interpretar de dos maneras por lo menos: una, la más obvia y a la que ya se ha aludido, refiere al padre real del que todos provenimos, o al fantasma del padre si queremos, y la otra, más general pero quizás más fuerte, constante y duradera, corresponde a una modalidad del superyó freudiano.
Y es que Padre y memoria es también un conjunto de reflexiones sobre el lenguaje, los medios de comunicación, el internet y las modificaciones que ha provocado en nuestro imaginario, la música, la nueva cultura de la distracción, la mente y su incapacidad para albergarlo todo en virtud del exceso de información, el inconsciente narrativo…, todo aquello que, como el padre que marca, dirige, oprime y censura, nos define, en armonías y disonancias entre pasado, presente y futuro. Por eso el libro es tan vigente como las preguntas que nos hacemos todos los días sobre las transformaciones que nos avasallan y los misterios que el tiempo puede depararnos.
Para la escritura de sus casi 50 vasos comunicantes Campbell recurre además al psicoanálisis, a la teoría literaria, a la historia, a la biografía, a la neurofisiología. En el libro el punto culminante en este tenor de las otras disciplinas, es la anticipación de la literatura a los descubrimientos de la neurofisiología, la literatura como premonición, como anticipación de la ciencia misma.
Sobre este tema medular nos dice: “…suele ocurrir que primero la intuición de un artista adivine cierto comportamiento mental del organismo humano y que después la investigación científica lo corrobore”; “… no debería extrañar ahora que tarde o temprano la neurofisiología coincida con lo que entrevió el escritor, o el pintor o un músico…”; “El sistema de medidas (se refiere a la explicación de la realidad humana en términos biológicos) no es lo mismo que el entendimiento, y esto es lo que el arte sabe mejor que la ciencia”.
Federico Campbell habla mucho de la necesidad de escuchar o leer cuentos, historias, una urgencia innata del ser humano desde la infancia de escuchar o leer la vida en forma de narración, de relato (el niño quiere que le cuenten cuentos antes de dormir), y también de la necesidad de “ser contados”, de “ser narrados”, de convertirnos en sujetos de narración, y este libro, esta sinfonía narrativa que es Padre y memoria, es una de las múltiples maneras que Federico Campbell tiene de ser contado, o, en su propio concepto, de ser inventado.
Guadalupe Beatriz Aldaco
Sobre Padre y memoria
de Federico Campbell
La madre de Federico y mi abuelo paterno nacieron en Chínipas (rancho Las Chinacas), Chihuahua. Otros de nuestros antepasados nacieron o se criaron en Sonora, por eso todas las vacaciones de nuestra niñez (la diferencia de edades y tiempos es lo de menos) transcurrieron en alguna ciudad de este estado. Somos bajacaliforniosonorenses (los que nacieron en Sonora y se han ido a Baja California son sonobajacalifornianos) porque nacimos en Tijuana y Ensenada, respectivamente, pero ambos retornamos a nuestras raíces cuando decidimos volver a Sonora a estudiar durante la adolescencia. Eso le otorga un cariz especial a una amistad de casi veinte años.
La trascendencia de los grandes libros –en especial de las novelas– en la conciencia literaria del lector, suele ser vislumbrada justamente al término de la lectura, cuando los ojos agotan la última línea del párrafo final de la obra. Queda entonces la certeza de que la dimensión física de ese universo cuya superficie tipográfica hemos abarcado con los sentidos, es finita, limitada; lo que sigue, materialmente hablando, no es más ya literatura.
El colofón y la contraportada son égidas contra la eventual continuidad textual: un frío párrafo de contenido técnico por un lado, el lapidario colofón, y por otro el cartón que de atrás para adelante encierra, triste y a la vez violentamente, lo que antes nos mantuvo sumidos en la realidad paralela de la literatura, muchas veces más elocuente y seductora que la que nos atrapa todos los días en la cotidianidad.
Un libro es trascendente en nuestra conciencia literaria, o como diría Federico Campbell, en nuestra memoria literaria, si después de la última palabra impresa se apodera de nosotros una peculiar, extraña sensación de nostalgia, como cuando hemos sido arrancados repentinamente de una atmósfera entrañable, como el bebé del líquido amniótico o las primeras criaturas del paraíso, al que por eso se le llama “perdido”, o como cuando la presencia de un ser querido nos ha sido arrebatada y surge entonces el duelo, el vacío.
Terminamos de leer y añoramos al planeta libro y a sus habitantes, los personajes; extrañamos a esos émulos de seres humanos porque, como si lo fueran verdaderamente, han convivido con nosotros no sólo durante el tiempo cronológico de la lectura, sino en los intervalos en los que no leemos pero seguimos alternando, dialogando, soñando con ellos. Han pasado a formar parte de nuestras vidas comunes, nos han acompañado, los hemos hecho nuestros. Así de poderosa ha sido la habilidad del narrador para endosárnoslos como compañeros de vida durante ciertos lapsos –a veces para siempre–, y gracias a ello quizás muchas veces nos hemos sentido menos solos.
No es de extrañar que esas sensaciones se susciten a partir de la lectura de novelas, principalmente, pero tampoco es extraño que Federico Campbell logre provocar esa misma experiencia después de la lectura de textos como Post scriptum triste o Padre y memoria, que no son novelas. Con esto estoy tratando de transmitir por qué Padre y memoria es un libro trascendente.
El conjunto de casi 50 ensayos, relatos, semblanzas, reflexiones, testimonios, anécdotas, diarios, confesiones, críticas, indagaciones, especulaciones de Padre y memoria, lejos de ser una reunión caprichosa de textos aislados, ajenos entre sí, es la creación, tal vez involuntaria pero no menos eficaz, de una historia multifacética, poblada de personajes, argumentos, tramas, conflictos, anécdotas, movilizada en un terreno híbrido de ficción y no ficción.
Si en La clave Morse el padre, la madre, el hijo, las hermanas y otros personajes son los claros protagonistas de la historia, en Padre y memoria Borges, Shakespeare, Proust, Cervantes, Rulfo, Morrison, Pirandello, Wolf, por destacar los nombres de algunos escritores, son dispuestos, desde distintos tiempos y lugares, para que convivan y dialoguen sobre su visión del mundo, la vida y la muerte, la mente y la memoria, la literatura y el arte, la presencia o ausencia del padre. Son estos autores, junto con los científicos de la mente o neurofisiólogos y neurobiólogos, los personajes sui géneris de esa metáfora de novela que es este libro para mí.
Y todavía más allá, no sólo los escritores conviven entre sí como personajes en Padre y memoria, también lo hacen ellos mismos con sus propios personajes, los que han creado en sus cuentos y novelas, y entre estos mismos hay también comunicación, convivencia, intercambio, de tal forma que el libro es una revelación constante de relaciones que estábamos muy lejos de vislumbrar. ¿Cervantes conviviendo con Alonso Quijano, como en el mismo Quijote? El amplio conocimiento literario y la virtud de establecer conexiones hacen posible la construcción de estas redes de relaciones, que satisfacen el ansia de asombro y develación que uno siempre busca en la literatura.
Un prestidigitador de apellido Campbell ha puesto, pues, en práctica la habilidad que reconoce y admira en otros escritores y que él mismo posee con creces, aunque quizás no lo haya admitido suficientemente: la de establecer correspondencias, vínculos, entre autores, obras, protagonistas, argumentos, anécdotas, citas, biografías, vivencias, experiencias, obsesiones, de tal forma que un personaje de la Odisea puede convivir en el mismo escenario con alguno de Pirandello, o de Rulfo, o de Roth.
Es la magia del escritor que sabe literatura, el encanto del que ha sabido, por décadas, buscar, encontrar, leer, interiorizar y sellar en la memoria obras literarias trascendentes, ésas que se extrañan, por las que se experimenta una especie de duelo cuando su finitud material se impone, pero que, contrarrestando ese sentido de pérdida momentáneo, se prolongan en el tiempo modelando la sustancia de que debe estar hecha la memoria literaria, para devolver después el maná procesado en forma de narrativa original y propia.
Porque Padre y memoria es un libro sobre literatura, sobre muestras depuradamente seleccionadas de la gran literatura que el autor ha sabido reunir, hacer coincidir; muestras que documentan y enriquecen los temas que, por fortuna para nosotros los lectores, le obsesionan: las marcas claras del padre en la memoria, o bien las huellas invisibles de la presencia del padre, o bien la presencia del padre por ausencia, o el padre escondido en el inconsciente, y tantas combinaciones más, pero también el tema de la memoria que finalmente lo abarca todo.
La memoria más allá de las contingencias del padre, la madre, la historia personal y biológica inclusive; la memoria como “la persona” en tanto yo construido, inventado, la memoria como aquello que nos da sentido, identidad: la autoficción, en palabras del escritor. Porque lo que decimos que somos nos lo inventamos nosotros; la memoria “hace” nuestro yo, lo construye, lo inventa, de ahí que en enfermedades caracterizadas por la pérdida de la memoria primero muere ésta y después la persona, se nos reitera en el libro.
La autobiografía que nos creemos y nos creamos es producto de la sucesión de los propios recuerdos y éstos no son fieles, sino espejos empañados de lo que nadie, ni nosotros mismos, sabemos que somos.
Padre y memoria es también un homenaje a la intertextualidad, a esa propiedad de la literatura que sólo ciertos escritores son capaces de llevar a la práctica en sus obras con acierto (como Borges, Alfonso Reyes, Enrique Vila Matas), y que consiste en construir el propio texto como macrotexto de múltiple autoría. La segunda cita del libro, de Blaise Pascal, dice así: “Que no se diga que yo no he dicho nada nuevo: la disposición de los temas es nueva. Cuando se juega a la pelota ambos jugadores usan la misma pelota, pero uno la coloca mejor que el otro”. Aquí Federico Campbell es más que modesto (si es que quiere “ponerse el saco” que ideó Pascal), porque Padre y memoria es mucho más que los mismos dados dispuestos de distinta forma, aunque sólo con ello habría bastado para hacer de ésta una obra trascendente.
Con este libro el autor nos está diciendo que la gran literatura es una sola, que es un continuum al que hay que aprender a conocer lo más profundamente posible para descubrir su lógica, como si su construcción fuera producto de un dios omnipresente y hubiera que acercarse a la mente misteriosa de ese ente procreador.
En Padre y memoria Federico Campbell se revela como un escritor naturalmente comprometido con los misterios de la condición humana, por eso linda, merodea y se sumerge en los territorios que mayormente definen al hombre, como la memoria (“somos lo que recordamos, fuera de eso no hay yo que valga”, parafraseo); el sentido de la vida, las transformaciones del concepto del tiempo en el transcurrir vital, la sustancia de los sueños y su relación con el tiempo en la vigilia (“Cuando soñamos estamos en la eternidad”, nos dice), el poder del arte y la literatura, el privilegio que representan esas actividades para el hombre.
A la figura del padre, que desde el título cobra fuerte presencia, se le puede interpretar de dos maneras por lo menos: una, la más obvia y a la que ya se ha aludido, refiere al padre real del que todos provenimos, o al fantasma del padre si queremos, y la otra, más general pero quizás más fuerte, constante y duradera, corresponde a una modalidad del superyó freudiano.
Y es que Padre y memoria es también un conjunto de reflexiones sobre el lenguaje, los medios de comunicación, el internet y las modificaciones que ha provocado en nuestro imaginario, la música, la nueva cultura de la distracción, la mente y su incapacidad para albergarlo todo en virtud del exceso de información, el inconsciente narrativo…, todo aquello que, como el padre que marca, dirige, oprime y censura, nos define, en armonías y disonancias entre pasado, presente y futuro. Por eso el libro es tan vigente como las preguntas que nos hacemos todos los días sobre las transformaciones que nos avasallan y los misterios que el tiempo puede depararnos.
Para la escritura de sus casi 50 vasos comunicantes Campbell recurre además al psicoanálisis, a la teoría literaria, a la historia, a la biografía, a la neurofisiología. En el libro el punto culminante en este tenor de las otras disciplinas, es la anticipación de la literatura a los descubrimientos de la neurofisiología, la literatura como premonición, como anticipación de la ciencia misma.
Sobre este tema medular nos dice: “…suele ocurrir que primero la intuición de un artista adivine cierto comportamiento mental del organismo humano y que después la investigación científica lo corrobore”; “… no debería extrañar ahora que tarde o temprano la neurofisiología coincida con lo que entrevió el escritor, o el pintor o un músico…”; “El sistema de medidas (se refiere a la explicación de la realidad humana en términos biológicos) no es lo mismo que el entendimiento, y esto es lo que el arte sabe mejor que la ciencia”.
Federico Campbell habla mucho de la necesidad de escuchar o leer cuentos, historias, una urgencia innata del ser humano desde la infancia de escuchar o leer la vida en forma de narración, de relato (el niño quiere que le cuenten cuentos antes de dormir), y también de la necesidad de “ser contados”, de “ser narrados”, de convertirnos en sujetos de narración, y este libro, esta sinfonía narrativa que es Padre y memoria, es una de las múltiples maneras que Federico Campbell tiene de ser contado, o, en su propio concepto, de ser inventado.
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