Padre y memoria
Tesis sin pruebas, según Octavio Paz, el ensayo literario propone, sugiere, insinúa; aspira a la persuasión y sólo puede encomendarse a las pautas que aconseja la retórica en su parte más importante: la argumentación.
Preguntarse cuál es el papel de la memoria en la invención literaria —en el proceso creador de la literatura— supone entender de qué manera en cualquier ser humano —y no sólo en el escritor— el pasado informa al presente no menos que el presente informa al pasado, en el juego de una doble perspectiva. Tanto en la autobiografía como en la novela la memoria es el revés de la trama, el otro lado de la Luna. Ya en 1932 el inglés Frederick Barlett, en un análisis sobre “La memoria de Shakespeare” y adelantándose a los estudios de la neurobiología actual, vislumbraba que el movimiento perpetuo de la memoria supone una reconstrucción imaginativa de la materia recordada.
Marcel Proust intuía que al recordar uno incorpora un factor añadido a la cosa real, a la experiencia resucitada a través de la imaginación, como si la memoria jugara el papel de inventar otra ”realidad”, aparente o imaginada, que se empalma con cualquier instante del pasado. En esa transfiguración cuenta de modo significativo el componente emocional, puesto que ni la conciencia ni la memoria reviven sin los tintes de la emoción.
“Hay una gran diferencia entre la verdadera impresión que hemos tenido de una cosa y la impresión ficticia que nos damos cuando intentamos voluntariamente representárnosla”, dice Marcel el narrador al final de El tiempo recobrado. No la memoria buscada intencionalmente, con los recursos de la inteligencia, sino la memoria involuntaria es la única que nos hace disfrutar de la misma sensación en una circunstancia totalmente distinta: “La liberan de toda contingencia, nos transmiten la esencia extratemporal, la que constituye precisamente el contenido del estilo elevado, de esa verdad general y necesaria que sólo la elevación del estilo es capaz de reflejar.”
La memoria voluntaria (una memoria de la inteligencia y de los ojos) no nos da el pasado sino rostros desprovistos de verdad.
Pero si un olor, un sabor recobrados en una circunstancia totalmente distinta, despierta en nosotros, a nuestro pesar, el pasado, notamos cuán distinto era ese pasado de lo que creíamos recordar, pasado que nuestra memoria voluntaria pintaba con colores carentes de verdad.
Así, para Proust, sólo de los recuerdos involuntarios debería extraer el artista la materia prima de su obra.
“En primer lugar, precisamente porque son involuntarios —porque se forman de sí mismos, atraídos por la semejanza de un minuto idéntico— son los únicos que poseen una impronta de autenticidad. Además, nos devuelven las cosas con la exacta dosificación de memoria y olvido.”
Lo que a Vladimir Nabokov le cautiva es el uso que la memoria hace de ciertas armonías cuando ella, la memoria, despliega las erráticas tonalidades del pasado.
Como Proust, Nabokov y otros, podría pensarse en la música como una metáfora de la habilidad que la memoria tiene de reagrupar, desde el flujo del tiempo, cualquier cantidad de imágenes y hechos que, por triviales que sean, secretan una coloración emocional que los relaciona entre sí.
La memoria, dice Patricia Hampl, tiene que escribirse porque cada uno de nosotros tiene que tener una versión creada del pasado: “Creada: es decir, real, tangible, hecha de la materia de una vida vivida en un lugar concreto y en la historia.”
A Toni Morrison la memoria le ha importado en la creación de su obra novelística porque “enciende un proceso de invención”, y porque ella, Toni Morrison, no se puede atener a que la sociología o la literatura de otros autores la encaminen a conocer la verdad de sus propias fuentes culturales.
En Eudora Welty la experiencia de la memoria tiene otros matices:
“A medida que vamos descubriendo algo, recordamos. Al recordar, descubrimos. Y esto lo experimentamos con mayor intensidad cuando nuestros viajes interiores confluyen.
“En esos puntos de confluencia, nuestra experiencia vital es uno de los terrenos más dramáticos en los que vive la ficción.
“Y la mayor confluencia de todas es la que posibilita la existencia de la memoria humana e individual.
“La memoria que yo tengo es mi tesoro más preciado, tanto en mi vida como en mi obra de escritora.
“Aquí, el tiempo es también objeto de una confluencia.
“La memoria es algo vivo, algo que está en tránsito. Y mientras dura su instante, todo lo que se recuerda se junta y vive: lo viejo y lo nuevo, el pasado y el presente, los vivos y los muertos.”
Sam Shepard
Si por lo menos en dos narradores norteamericanos —Sam Shepard, Raymond Carver— es perceptible la figura del padre, la del padre alcohólico, sólo de manera muy tenue y no deliberada (no consciente) pueden discernirse los lazos entre la memoria y el fantasma del padre. Esta asociación es menos evidente en Sam Shepard, el menos especulativo de los tres, pero tanto en Shepard como en Carver y Auster la referencia al padre es más que recurrente: es un motivo de señalamiento constante, un cable a tierra, a veces una obsesión emparentada con ese centro de irradiación proliferante que representa el padre en la obra de Franz Kafka y Juan Rulfo.
“Vino a su memoria la muerte de su padre, también en un amanecer como éste; aunque en aquel entonces la puerta estaba abierta y traslucía el color gris de un cielo hecho de ceniza, triste, como fue entonces.
“Nunca quiso revivir ese recuerdo porque le traía otros, como si rompiera un costal repleto y luego quisiera contener el grano. La muerte de su padre que arrastró otras muertes y en cada una de ellas estaba siempre la imagen de la cara despedazada; roto un ojo, mirando vengativo el otro. Y otro y otro más, hasta que la había borrado del recuerdo cuando ya no hubo nadie que se la recordara.”
En Crónicas de motel, paisajes y retratos ubicados en el suroeste norteamericano, entre Nuevo México, Arizona y California, Shepard se constriñe a lo indispensable descriptivo, a historias apenas esbozadas, fragmentos de autoficción intencionadamente truncos. Por ahí aparece el padre en persona y en personaje, con chamarra de aviador de la segunda guerra y sus pantalones khakis y su herida de guerra en la nuca y su botella de whisky.
Todo en el viejo bombardero de B54 sugiere la proyección de la mirada filial. Nombrar al padre es quererlo: percibir su ternura, no juzgar su alcoholismo, sonreír. El viejo acumula memoria en su colección de discos que guarda alineada, “coleccionando polvo de Nuevo México”. “Mi Papá tiene una foto de una señorita española completamente cubierta de nata batida.”
La memoria está en todas partes, en las paredes cubiertas de imágenes, de pasado, en recortes de revistas, en la concreción por excelencia del tiempo detenido: la fotografía. Y su colección de bachas de cigarro metidas en una caja de café Yuban habla asimismo de un modo de estar en la última edad.
“Se gastó en Bourbon todo lo que le di para comida. Llenó el refrigerador de botellas. Se hizo cortar el pelo a la cepillo, como un piloto de caza de la Segunda Guerra Mundial. Sonreía satisfecho cada vez que se pasaba la mano por los tiesos pelos. Dijo que se lo cortaban así para que les encajasen bien los casos. Me enseñó las cicatrices de la metralla, que aún se le notan en la base del cuello.”
“Siempre que oía pasar un avión por encima de nuestras tierras mi Papá tenía la costumbre de pasarse los dedos por la cicatriz de la metralla que tenía en la nuca.”
“Mencionaba a los B54 en un tono sombrío, casi religioso. Sólo decía el nombre abreviado, una letra y un número: B54.”
Es la memoria del padre, no del hijo. Sin embargo, el narrador desliza un comentario:
“Me sorprende la nostalgia que siento por épocas que apenas sí recuerdo bien. Nunca pienso en mi experiencia de los años cuarenta. Los años cuarenta están reservados para la generación de mis padres y para pilotos con chamarra de cuero y cuello de piel, que sonríen desde la cabina de sus aviones.”
En los cuentos de Cruzando el paraíso, que en su edición primera lleva como portada una fotografía de Manuel Álvarez Bravo, el lector se topa con un epígrafe de Juan Rulfo, unas líneas de “El llano en lamas” alusivas a la paternidad, aquel famoso diálogo sobre el reconocimiento de un hijo, el Pichón. Ahora sí, transmutado en personaje, transferida de criatura en personaje, el padre no es el de la autoficción sino el de la mentira literaria, un padre alcohólico cuyos desfiguros van dando su condición patética. O al menos es ésa la imagen del padre que está en “El auténtico Gabby Hayes”, “Cruzando el paraíso”, y “Un pequeño círculo de amigos”. El padre que dispara con una 22 a unas latas de cerveza en el desierto, el padre que destroza una habitación, el padre que muere carbonizado en una cama de hotel.
La relación de odio y amor entre padre e hijo tal vez esté más clara en una obra de teatro, donde Shepard se emplea más a fondo, como Mentiras de la mente, donde Jake pretende que su madre extraiga literalmente la urna con las cenizas de su padre, rehabilitándolo grotescamente e imponiendo su presencia espectral e incancelable.
“En Loco de amor”, dice Claudio Gorlier, “el padre se asoma con creciente urgencia, demiurgo implacable e invisible titiritero, que reaparece transformado en objeto insuprimible de la memoria”. Probablemente en ninguna otra obra de Shepard el padre encarnado comparezca con tanta gravedad, hablando desde el más allá de la muerte, como entre sueños. Dado que en el teatro de Shepard el espacio es más emocional que físico, los planos se rompen, “Loco de amor va teniendo lugar tanto dentro de los sentimientos de los personajes como en los confines del escenario. Las escenas con el padre, por ejemplo, no son repentinos brincos a la fantasía (como si fueran secuencias de sueños) sino que están presentes en el espacio tanto como lo están en el tiempo”, escribe Ross Wetzsteon.
Raymond Carver
Como Sam Shepard, Raymond Carver nunca se asumió como un intelectual sino simplemente como una contador de historias, como un escritor de ficción poco preocupado por las elaboraciones teóricas.
Cuando por alguna razón incidental, un artículo de encargo o una entrevista, se ponía a pensar y compartía algunas percepciones sobre su propio oficio de cuentista, dejaba ver casi sin quererlo la importancia que tuvo su padre en su decisión de ser escritor. Porque de su padre, gran lector de Zane Gray, escuchaba siempre, de niño, involuntarias historias, es decir, relatos sin intenciones literarias pero embelesedores. ¿Qué le hizo desear escribir?
“La única explicación que pudo encontrar es que mi papá me contaba muchísimas historias de cuando él era chico, y de su papá, y de su abuelo, que había combatido en la Guerra Civil, en ambos bandos.
“Me encantaba escuchar sus relatos. De vez en cuando me leía algo de lo que estaba leyendo. En realidad me contaba anécdotas, sin nada moral en ellas, acerca de los vagabundos por el bosque.”
Recuerda a su padre cuando lo esperaba en la parada de los autobuses y el papá no llegaba porque se había ido a beber con sus amigos del aserradero.
“Yo solía quedarme dado vueltas para esperar el siguiente autobús, pero ya sabía que tampoco vendría en ése.”
Aquí y allá, de vez en cuando, sin que tampoco le obsesionara, Carver se asumía como un ser disperso. Reconocía su ansiosa incapacidad para concentrarse en cualquier cosa por periodos prolongados. Tal vez por eso se concentró o se especializó en el cuento, no en la novela. Y en el poema.
Tenía mala memoria, o no tenía muy bien cierta clase de memoria, en la que uno se pone a pescar con los anzuelos de la voluntad y la inteligencia intelectual. Olvidaba mucho de lo que le había pasado en la vida, según confesión propia, lo cual no dejaba de ser una bendición. “Paso por largos periodos en los que no puedo recuperar ni dar cuenta de ciudades y pueblos en que he vivido, nombres de personas, las personas mismas. Grandes vacíos.”
Carver no podía traer a la memoria conversaciones enteras, y por eso tenía que inventar las conversaciones de sus cuentos. Las cosas que cuenta realmente nunca sucedieron, pero tienen un parecido con ciertas ocurrencias o situaciones de la vida. Cuando trata de recordar se siente perdido. Tiene que inventar, inventa lo que dicen, aunque en algún diálogo pueda haber una frase real.
Cuenta por ejemplo que antes de escribir su poema “Posser” despertó una mañana pensado en su padre. “Había muerto dos años atrás, pero esa noche se había aparecido en los márgenes de un sueño que tuve. Traté de atrapar algo del sueño, pero no pude. Pero esa mañana empecé a pensar en él y a recordar algunas cacerías en las que anduvimos juntos. Luego de manera muy clara recordé los campos de trigo sobre lo que habíamos cazado, y me acordé del pueblo de Posser, un lugarcillo donde veces nos deteníamos a comer algo en la noche cuando terminábamos la caza. Era el primer pueblo que encontrábamos después de los trigales, de repente recordé cómo las luces aparecían de noche ante nosotros, tal y como aparecen en el poema.”
Con todo, sí podía recordar algunas cosas. Pequeñeces: alguien que dice algo de una manera determinada; la risa estrepitosa o sofocada, nerviosa; un paisaje; una expresión de tristeza o de perplejidad en la cara de alguien.
La emoción cuenta mucho en el despertar de su memoria. No puede evitar recordar aquellas cosas que estuvieron insertas en un contexto emocional:
“Puedo recordar algunas cosas dramáticas, a alguien que empuña un cuchillo y se vuelve colérico contra mí, u oír mi propia voz cuando amenaza a alguien. Ver a alguien que rompe una puerta o que cae por una escalera. Algunos de esos tipos de memoria más dramáticos los puedo recuperar cuando los necesito”.
Sea como haya sido, lo cierto es que el retrato más explícito que escribió sobre su progenitor es “La vida de mi padre”. Podría ser de pura invención literaria, pero asimismo autobiografía o autoficción puras. El cuento es de una simpleza aterradora en su confección. Lo que más llama la atención es su poder evocativo, su naturalidad —espontánea o trabajada— para hacer presentes a personajes absolutamente desprovistos de alguna importancia social, como recomendaba Chejov. Seres comunes y corrientes. Simples y complejos seres humanos. Nada heroicos.
Parecería frialdad, desapego, el tono narrativo que evidentemente está en boca del hijo. Lo que dijo conscientemente lo lleva a la práctica: “Lo que crea tensión en un escrito literario es en parte la manera como las palabras concretas se enlazan para conformar la parte visible del cuento. Pero son también las cosas que se dejan fuera, las que están implícitas, el paisaje detrás de la chata pero a veces quebrada y precaria superficie de las cosas.”
En “La vida de mi padre” consigue, a partir de un lenguaje común y corriente, casi trivial, “crear un poder inmenso, casi perturbador… […], producir un escalofrío en la espina dorsal del lector”.
De donde se desprende el drama es del conjunto y del efecto que la totalidad de la historia propicia en quien lo lee.
Pinta a su padre. Lo ubica en el pasado y lo ve con sus ojos de niño, con sus ojos de adulto, con sus ojos de huérfano. Porque más que la vida de su padre lo que tiene lugar, como momento cumbre, es la muerte de su padre.
“Estaba borracho y sentíamos que la casa se estremecía cuando sacudía la puerta. Cuando logró forzar una ventana, mi madre lo golpeó en la frente con un colador y lo noqueó.”
Perdía un trabajo tras otro. Por fin se colocó en un aserradero, en Clatskanie, Oregon. Todo depende de un hilo, decía en una carta escrita a lápiz. Una postal anónima trajo la noticia de que estaba enfermo, que se había cortado con una sierra, que tal vez una pizca de acero le había quedado en la sangre, que bebía un “whisky rudo”.
“No lo reconocí de inmediato. Creo que por un momento no quise reconocerlo. Estaba flaco y pálido y parecía aturdido. Los pantalones se le caían. No parecía mi papá.” Pero lo más curioso es que cuando pierde la fotografía, cuando carece de todo punto de referencia material, se desata el trabajo de la memoria. “Fue entonces cuando traté de recordarla e intenté al mismo tiempo decir algo sobre mi papá, y por qué pensaba que en ciertos aspectos importantes nos parecíamos.”
Carver escribió un poema en momentos en que él también estaba teniendo problemas con el alcohol. Lo fechó literariamente en octubre y no en junio, cuando murió su padre.. Literariamente junio “no era el mes en que moría el padre de uno”. Octubre en cambio, el mes inventado, era un mes “de días cortos y de luz declinante, humo en el aire, cosas que perecen”.
Pensó que recordaría todo lo que se dijo en el funeral y que podría contarlo alguna vez. “Pero no. Lo olvidé todo, o casi todo. Lo que recuerdo es que esa tarde nuestros nombres se escucharon mucho, el nombre de papá y el mío.” Raymond. Raymond. Raymond Carver.
Preguntarse cuál es el papel de la memoria en la invención literaria —en el proceso creador de la literatura— supone entender de qué manera en cualquier ser humano —y no sólo en el escritor— el pasado informa al presente no menos que el presente informa al pasado, en el juego de una doble perspectiva. Tanto en la autobiografía como en la novela la memoria es el revés de la trama, el otro lado de la Luna. Ya en 1932 el inglés Frederick Barlett, en un análisis sobre “La memoria de Shakespeare” y adelantándose a los estudios de la neurobiología actual, vislumbraba que el movimiento perpetuo de la memoria supone una reconstrucción imaginativa de la materia recordada.
Marcel Proust intuía que al recordar uno incorpora un factor añadido a la cosa real, a la experiencia resucitada a través de la imaginación, como si la memoria jugara el papel de inventar otra ”realidad”, aparente o imaginada, que se empalma con cualquier instante del pasado. En esa transfiguración cuenta de modo significativo el componente emocional, puesto que ni la conciencia ni la memoria reviven sin los tintes de la emoción.
“Hay una gran diferencia entre la verdadera impresión que hemos tenido de una cosa y la impresión ficticia que nos damos cuando intentamos voluntariamente representárnosla”, dice Marcel el narrador al final de El tiempo recobrado. No la memoria buscada intencionalmente, con los recursos de la inteligencia, sino la memoria involuntaria es la única que nos hace disfrutar de la misma sensación en una circunstancia totalmente distinta: “La liberan de toda contingencia, nos transmiten la esencia extratemporal, la que constituye precisamente el contenido del estilo elevado, de esa verdad general y necesaria que sólo la elevación del estilo es capaz de reflejar.”
La memoria voluntaria (una memoria de la inteligencia y de los ojos) no nos da el pasado sino rostros desprovistos de verdad.
Pero si un olor, un sabor recobrados en una circunstancia totalmente distinta, despierta en nosotros, a nuestro pesar, el pasado, notamos cuán distinto era ese pasado de lo que creíamos recordar, pasado que nuestra memoria voluntaria pintaba con colores carentes de verdad.
Así, para Proust, sólo de los recuerdos involuntarios debería extraer el artista la materia prima de su obra.
“En primer lugar, precisamente porque son involuntarios —porque se forman de sí mismos, atraídos por la semejanza de un minuto idéntico— son los únicos que poseen una impronta de autenticidad. Además, nos devuelven las cosas con la exacta dosificación de memoria y olvido.”
Lo que a Vladimir Nabokov le cautiva es el uso que la memoria hace de ciertas armonías cuando ella, la memoria, despliega las erráticas tonalidades del pasado.
Como Proust, Nabokov y otros, podría pensarse en la música como una metáfora de la habilidad que la memoria tiene de reagrupar, desde el flujo del tiempo, cualquier cantidad de imágenes y hechos que, por triviales que sean, secretan una coloración emocional que los relaciona entre sí.
La memoria, dice Patricia Hampl, tiene que escribirse porque cada uno de nosotros tiene que tener una versión creada del pasado: “Creada: es decir, real, tangible, hecha de la materia de una vida vivida en un lugar concreto y en la historia.”
A Toni Morrison la memoria le ha importado en la creación de su obra novelística porque “enciende un proceso de invención”, y porque ella, Toni Morrison, no se puede atener a que la sociología o la literatura de otros autores la encaminen a conocer la verdad de sus propias fuentes culturales.
En Eudora Welty la experiencia de la memoria tiene otros matices:
“A medida que vamos descubriendo algo, recordamos. Al recordar, descubrimos. Y esto lo experimentamos con mayor intensidad cuando nuestros viajes interiores confluyen.
“En esos puntos de confluencia, nuestra experiencia vital es uno de los terrenos más dramáticos en los que vive la ficción.
“Y la mayor confluencia de todas es la que posibilita la existencia de la memoria humana e individual.
“La memoria que yo tengo es mi tesoro más preciado, tanto en mi vida como en mi obra de escritora.
“Aquí, el tiempo es también objeto de una confluencia.
“La memoria es algo vivo, algo que está en tránsito. Y mientras dura su instante, todo lo que se recuerda se junta y vive: lo viejo y lo nuevo, el pasado y el presente, los vivos y los muertos.”
Sam Shepard
Si por lo menos en dos narradores norteamericanos —Sam Shepard, Raymond Carver— es perceptible la figura del padre, la del padre alcohólico, sólo de manera muy tenue y no deliberada (no consciente) pueden discernirse los lazos entre la memoria y el fantasma del padre. Esta asociación es menos evidente en Sam Shepard, el menos especulativo de los tres, pero tanto en Shepard como en Carver y Auster la referencia al padre es más que recurrente: es un motivo de señalamiento constante, un cable a tierra, a veces una obsesión emparentada con ese centro de irradiación proliferante que representa el padre en la obra de Franz Kafka y Juan Rulfo.
“Vino a su memoria la muerte de su padre, también en un amanecer como éste; aunque en aquel entonces la puerta estaba abierta y traslucía el color gris de un cielo hecho de ceniza, triste, como fue entonces.
“Nunca quiso revivir ese recuerdo porque le traía otros, como si rompiera un costal repleto y luego quisiera contener el grano. La muerte de su padre que arrastró otras muertes y en cada una de ellas estaba siempre la imagen de la cara despedazada; roto un ojo, mirando vengativo el otro. Y otro y otro más, hasta que la había borrado del recuerdo cuando ya no hubo nadie que se la recordara.”
En Crónicas de motel, paisajes y retratos ubicados en el suroeste norteamericano, entre Nuevo México, Arizona y California, Shepard se constriñe a lo indispensable descriptivo, a historias apenas esbozadas, fragmentos de autoficción intencionadamente truncos. Por ahí aparece el padre en persona y en personaje, con chamarra de aviador de la segunda guerra y sus pantalones khakis y su herida de guerra en la nuca y su botella de whisky.
Todo en el viejo bombardero de B54 sugiere la proyección de la mirada filial. Nombrar al padre es quererlo: percibir su ternura, no juzgar su alcoholismo, sonreír. El viejo acumula memoria en su colección de discos que guarda alineada, “coleccionando polvo de Nuevo México”. “Mi Papá tiene una foto de una señorita española completamente cubierta de nata batida.”
La memoria está en todas partes, en las paredes cubiertas de imágenes, de pasado, en recortes de revistas, en la concreción por excelencia del tiempo detenido: la fotografía. Y su colección de bachas de cigarro metidas en una caja de café Yuban habla asimismo de un modo de estar en la última edad.
“Se gastó en Bourbon todo lo que le di para comida. Llenó el refrigerador de botellas. Se hizo cortar el pelo a la cepillo, como un piloto de caza de la Segunda Guerra Mundial. Sonreía satisfecho cada vez que se pasaba la mano por los tiesos pelos. Dijo que se lo cortaban así para que les encajasen bien los casos. Me enseñó las cicatrices de la metralla, que aún se le notan en la base del cuello.”
“Siempre que oía pasar un avión por encima de nuestras tierras mi Papá tenía la costumbre de pasarse los dedos por la cicatriz de la metralla que tenía en la nuca.”
“Mencionaba a los B54 en un tono sombrío, casi religioso. Sólo decía el nombre abreviado, una letra y un número: B54.”
Es la memoria del padre, no del hijo. Sin embargo, el narrador desliza un comentario:
“Me sorprende la nostalgia que siento por épocas que apenas sí recuerdo bien. Nunca pienso en mi experiencia de los años cuarenta. Los años cuarenta están reservados para la generación de mis padres y para pilotos con chamarra de cuero y cuello de piel, que sonríen desde la cabina de sus aviones.”
En los cuentos de Cruzando el paraíso, que en su edición primera lleva como portada una fotografía de Manuel Álvarez Bravo, el lector se topa con un epígrafe de Juan Rulfo, unas líneas de “El llano en lamas” alusivas a la paternidad, aquel famoso diálogo sobre el reconocimiento de un hijo, el Pichón. Ahora sí, transmutado en personaje, transferida de criatura en personaje, el padre no es el de la autoficción sino el de la mentira literaria, un padre alcohólico cuyos desfiguros van dando su condición patética. O al menos es ésa la imagen del padre que está en “El auténtico Gabby Hayes”, “Cruzando el paraíso”, y “Un pequeño círculo de amigos”. El padre que dispara con una 22 a unas latas de cerveza en el desierto, el padre que destroza una habitación, el padre que muere carbonizado en una cama de hotel.
La relación de odio y amor entre padre e hijo tal vez esté más clara en una obra de teatro, donde Shepard se emplea más a fondo, como Mentiras de la mente, donde Jake pretende que su madre extraiga literalmente la urna con las cenizas de su padre, rehabilitándolo grotescamente e imponiendo su presencia espectral e incancelable.
“En Loco de amor”, dice Claudio Gorlier, “el padre se asoma con creciente urgencia, demiurgo implacable e invisible titiritero, que reaparece transformado en objeto insuprimible de la memoria”. Probablemente en ninguna otra obra de Shepard el padre encarnado comparezca con tanta gravedad, hablando desde el más allá de la muerte, como entre sueños. Dado que en el teatro de Shepard el espacio es más emocional que físico, los planos se rompen, “Loco de amor va teniendo lugar tanto dentro de los sentimientos de los personajes como en los confines del escenario. Las escenas con el padre, por ejemplo, no son repentinos brincos a la fantasía (como si fueran secuencias de sueños) sino que están presentes en el espacio tanto como lo están en el tiempo”, escribe Ross Wetzsteon.
Raymond Carver
Como Sam Shepard, Raymond Carver nunca se asumió como un intelectual sino simplemente como una contador de historias, como un escritor de ficción poco preocupado por las elaboraciones teóricas.
Cuando por alguna razón incidental, un artículo de encargo o una entrevista, se ponía a pensar y compartía algunas percepciones sobre su propio oficio de cuentista, dejaba ver casi sin quererlo la importancia que tuvo su padre en su decisión de ser escritor. Porque de su padre, gran lector de Zane Gray, escuchaba siempre, de niño, involuntarias historias, es decir, relatos sin intenciones literarias pero embelesedores. ¿Qué le hizo desear escribir?
“La única explicación que pudo encontrar es que mi papá me contaba muchísimas historias de cuando él era chico, y de su papá, y de su abuelo, que había combatido en la Guerra Civil, en ambos bandos.
“Me encantaba escuchar sus relatos. De vez en cuando me leía algo de lo que estaba leyendo. En realidad me contaba anécdotas, sin nada moral en ellas, acerca de los vagabundos por el bosque.”
Recuerda a su padre cuando lo esperaba en la parada de los autobuses y el papá no llegaba porque se había ido a beber con sus amigos del aserradero.
“Yo solía quedarme dado vueltas para esperar el siguiente autobús, pero ya sabía que tampoco vendría en ése.”
Aquí y allá, de vez en cuando, sin que tampoco le obsesionara, Carver se asumía como un ser disperso. Reconocía su ansiosa incapacidad para concentrarse en cualquier cosa por periodos prolongados. Tal vez por eso se concentró o se especializó en el cuento, no en la novela. Y en el poema.
Tenía mala memoria, o no tenía muy bien cierta clase de memoria, en la que uno se pone a pescar con los anzuelos de la voluntad y la inteligencia intelectual. Olvidaba mucho de lo que le había pasado en la vida, según confesión propia, lo cual no dejaba de ser una bendición. “Paso por largos periodos en los que no puedo recuperar ni dar cuenta de ciudades y pueblos en que he vivido, nombres de personas, las personas mismas. Grandes vacíos.”
Carver no podía traer a la memoria conversaciones enteras, y por eso tenía que inventar las conversaciones de sus cuentos. Las cosas que cuenta realmente nunca sucedieron, pero tienen un parecido con ciertas ocurrencias o situaciones de la vida. Cuando trata de recordar se siente perdido. Tiene que inventar, inventa lo que dicen, aunque en algún diálogo pueda haber una frase real.
Cuenta por ejemplo que antes de escribir su poema “Posser” despertó una mañana pensado en su padre. “Había muerto dos años atrás, pero esa noche se había aparecido en los márgenes de un sueño que tuve. Traté de atrapar algo del sueño, pero no pude. Pero esa mañana empecé a pensar en él y a recordar algunas cacerías en las que anduvimos juntos. Luego de manera muy clara recordé los campos de trigo sobre lo que habíamos cazado, y me acordé del pueblo de Posser, un lugarcillo donde veces nos deteníamos a comer algo en la noche cuando terminábamos la caza. Era el primer pueblo que encontrábamos después de los trigales, de repente recordé cómo las luces aparecían de noche ante nosotros, tal y como aparecen en el poema.”
Con todo, sí podía recordar algunas cosas. Pequeñeces: alguien que dice algo de una manera determinada; la risa estrepitosa o sofocada, nerviosa; un paisaje; una expresión de tristeza o de perplejidad en la cara de alguien.
La emoción cuenta mucho en el despertar de su memoria. No puede evitar recordar aquellas cosas que estuvieron insertas en un contexto emocional:
“Puedo recordar algunas cosas dramáticas, a alguien que empuña un cuchillo y se vuelve colérico contra mí, u oír mi propia voz cuando amenaza a alguien. Ver a alguien que rompe una puerta o que cae por una escalera. Algunos de esos tipos de memoria más dramáticos los puedo recuperar cuando los necesito”.
Sea como haya sido, lo cierto es que el retrato más explícito que escribió sobre su progenitor es “La vida de mi padre”. Podría ser de pura invención literaria, pero asimismo autobiografía o autoficción puras. El cuento es de una simpleza aterradora en su confección. Lo que más llama la atención es su poder evocativo, su naturalidad —espontánea o trabajada— para hacer presentes a personajes absolutamente desprovistos de alguna importancia social, como recomendaba Chejov. Seres comunes y corrientes. Simples y complejos seres humanos. Nada heroicos.
Parecería frialdad, desapego, el tono narrativo que evidentemente está en boca del hijo. Lo que dijo conscientemente lo lleva a la práctica: “Lo que crea tensión en un escrito literario es en parte la manera como las palabras concretas se enlazan para conformar la parte visible del cuento. Pero son también las cosas que se dejan fuera, las que están implícitas, el paisaje detrás de la chata pero a veces quebrada y precaria superficie de las cosas.”
En “La vida de mi padre” consigue, a partir de un lenguaje común y corriente, casi trivial, “crear un poder inmenso, casi perturbador… […], producir un escalofrío en la espina dorsal del lector”.
De donde se desprende el drama es del conjunto y del efecto que la totalidad de la historia propicia en quien lo lee.
Pinta a su padre. Lo ubica en el pasado y lo ve con sus ojos de niño, con sus ojos de adulto, con sus ojos de huérfano. Porque más que la vida de su padre lo que tiene lugar, como momento cumbre, es la muerte de su padre.
“Estaba borracho y sentíamos que la casa se estremecía cuando sacudía la puerta. Cuando logró forzar una ventana, mi madre lo golpeó en la frente con un colador y lo noqueó.”
Perdía un trabajo tras otro. Por fin se colocó en un aserradero, en Clatskanie, Oregon. Todo depende de un hilo, decía en una carta escrita a lápiz. Una postal anónima trajo la noticia de que estaba enfermo, que se había cortado con una sierra, que tal vez una pizca de acero le había quedado en la sangre, que bebía un “whisky rudo”.
“No lo reconocí de inmediato. Creo que por un momento no quise reconocerlo. Estaba flaco y pálido y parecía aturdido. Los pantalones se le caían. No parecía mi papá.” Pero lo más curioso es que cuando pierde la fotografía, cuando carece de todo punto de referencia material, se desata el trabajo de la memoria. “Fue entonces cuando traté de recordarla e intenté al mismo tiempo decir algo sobre mi papá, y por qué pensaba que en ciertos aspectos importantes nos parecíamos.”
Carver escribió un poema en momentos en que él también estaba teniendo problemas con el alcohol. Lo fechó literariamente en octubre y no en junio, cuando murió su padre.. Literariamente junio “no era el mes en que moría el padre de uno”. Octubre en cambio, el mes inventado, era un mes “de días cortos y de luz declinante, humo en el aire, cosas que perecen”.
Pensó que recordaría todo lo que se dijo en el funeral y que podría contarlo alguna vez. “Pero no. Lo olvidé todo, o casi todo. Lo que recuerdo es que esa tarde nuestros nombres se escucharon mucho, el nombre de papá y el mío.” Raymond. Raymond. Raymond Carver.
0 Comments:
Post a Comment
<< Home