Tuesday, October 17, 2006

El yo fabulador

Cuanto se recuerda en la
vida adquiere con el tiempo,
precisamente por ser recordado,
un carácter narrativo, y acaba
viéndose, según el caso, como una
película, una novela o un relato.

—Javier Marías


Uno tiende a inventar y a contar mentiras no con el fin de engañar o proceder de mala fe sino para no dejar morir su imaginación. Tiene uno necesidad de referir historias, de contar para ser, porque por alguna enigmática razón sólo el trabajo de la memoria trastocada en narración es la que nos da una idea de quiénes somos: atañe esta labor narrativa a nuestra identidad personal. ¿Quién soy yo? ¿Cómo soy para mí mismo? ¿Cómo soy para los demás? ¿La idea que tengo de mí coincide con la idea que los demás tienen de mí?
Desde niños tenemos hambre de historias. Queremos que nos cuenten cuentos antes de pasar a ese otro mundo que es el sueño. Porque es posible que nuestra representación del mundo esté estructurada como una narración. Hay lingüistas que dicen —Mark Turner, por ejemplo— que siempre que hablamos estamos contando una historia. Digamos lo que digamos estamos desgranando una anécdota mientras introducimos y sacamos personajes, como si actuara en nosotros una cierta predisposición genética innata hacia la narración. Por eso el filósofo John Searle afirma que el lenguaje nos constituye y cohesiona a la sociedad:
“Los animales tienen grupos sociales, pro no tienen nada parecido a la civilización humana. ¿Por qué? Porque ésta es la consecuencia del lenguaje. El lenguaje no sólo facilita la civilización, sino que la crea. El dinero, las vacaciones, el gobierno, el matrimonio… todo está constituido por el lenguaje. El lenguaje es lo fundamental en las relaciones humanas.”
El gran escritor norteamericano William Maxwell, autor de la novela Adiós, hasta mañana (editorial Siruela) sostiene que lo que atribuimos a la memoria es una forma de narración que se desarrolla en la mente y se transforma al ser contada.
Jesús Ramírez Bermúdez, novelista y neurólogo, acaba de publicar su primera novela: Paramnesia (editorial Random House Mondadori). En una reciente conversación con Arturo García Hernández habla precisamente del acto de narrar o contar una historia. Habla de los juegos que ocurren en nuestra memoria cuando narramos algo:
“Cuando contamos algo nos decoramos a nosotros mismos; se da toda una distorsión de la memoria no por razones aleatorias, sino por ciertas necesidades de la identidad personal. Nos creamos una identidad y tenemos que mantenerla a toda costa, aunque a veces se disocie de lo que somos.” Y es que Jesús Ramírez Bermúdez sabe que la memoria inventa y no reproduce como cuando uno pone en funcionamiento un disco. La memoria es humana y por tanto sentimental. No puede separarse de la emoción.
Lo acaba de contar el novelista alemán Günter Grass. Casi todos sus libros son autobiográficos, pero en Pelando la cebolla habla de lo que nunca dijo.
Siempre había tenido grandes reservas a escribir algo autobiográfico:
“El autor tiene que trabajar con sus recuerdos, con su memoria. Y sabemos que la memoria tiende a embellecer situaciones, a presentar cuestiones muy complejas de una forma lo suficientemente simple como para hacerlas narrables.”
De ahí la desconfianza hacia la propia capacidad de memoria y hacia sus recuerdos. Grass quería escribir a un tiempo, tenía que ser una narración rota. Y con el tiempo le fue cogiendo gusto a esta forma de narrar porque le fue quitando las capas a la cebolla y leyendo cosas entre ellas. “Pero además se hacía posible algo nada fácil, que era coger a aquel niño del año 1939, una persona tan lejana ya de mí, y entrar en conversación con ella.”
Seguimos siendo como niños: a todas horas inventamos nuestra realidad. Dice Detlev Ganten que para ver el papel de la imaginación en la memoria no hay nada mejor que escuchar a los niños narrando sus experiencias.
Sin embargo, en la creación de la obra artística literaria —hecha en el silencio y en la soledad— parece que las cosas suceden de otra manera; al menos no tan deliberada y consciente. Hay quien cree que el yo más profundo del escritor es el que se manifiesta a la hora de escribir.
“La idea que recorre como una iluminación Contre Saint Beuve, y de hecho toda la novela En busca del tiempo perdido, es que quien ha escrito un poema o una obra que nos han conmovido no es esa misma persona de la que conocemos sus relaciones sociales, sus hábitos y la vida que ha llevado entre los hombres.”
Así lo dicen Antonio Mari y Manuel Pla en el prólogo a Contra Sainte-Beuve. Recuerdos de una mañana, el libro de Marcel Proust recientemente reeditado por Tusquets. Según ellos, el escritor es aquel que, en soledad y silencio, ha sido capaz de descubrir el secreto que se esconde en su interior, y que nunca habría podido conocer, ni dar a conocer, si no hubiera tenido la posibilidad de darle forma mediante la escritura.
El “yo” que escribe no es el “yo” que vive entre las cosas del mundo. El “yo” del artista es un yo interior, íntimo y particular, que busca expresarse y que jamás llega a establecer relación alguna con el yo histórico, mundano y contingente.
El que escribe es otro yo. Ni siquiera es el yo que se manifiesta en la pareja sexual. El otro yo es el que verdaderamente escribe y queda plasmado entre las páginas del libro.


http://campbellobo3.blogspot.com/ [Padre y memoria]