Primero muere la persona, después el cuerpo
Le expliqué que el alzhéimer
es un conjunto de marañas y
placas que se forman en la
materia gris e impiden que
las neuronas se nutran.
—David Shenk, The Forgetting
Con demasiada facilidad se hacen chistes sobre la enfermedad mental, no sabiendo el que los hace en qué consiste, por ejemplo, la enfermedad del alzhémier o la depresión. Johnny Carson, el célebre conductor de la televisión norteamericana, solía decir que de muchas cosas se pueden hacer chistes, pero no de las enfermedades mentales que significan un sufrimiento atroz para quienes las padecen y para sus familiares.
Sin embargo es muy común el chistorete que alude a un antidepresivo como el Prozac que, por su efecto acumulativo, sólo empieza atener efecto veinte días después de empezar a tomarlo, o bien la broma que suscita un lapsus de la memoria e invoca el mal degenerativo identificado por el neuropatólogo alemán Alois Alzheimer en 1901, cuando recibió en su clínica a una mujer de cincuenta y un años, Auguste D.
—¿Cómo se llama?
—Auguste.
—¿Apellido?
—Auguste.
—¿Cómo se llama su esposo?
—Auguste, creo.
—¿Cuánto tiempo ha estado usted aquí? —parece hacer un esfuerzo por recordar.
—Tres semanas.
En aquel entonces la demencia senil se aceptaba con cierta naturalidad y se atribuía, como parecía ser evidente, a la mayoría de edad. Sólo que hace cien o más años el proceso de envejecimiento no empezaba a darse a los setenta y tantos años como ahora sino a una edad más temprana. Se especulaba que esa demencia o esa lentitud en el funcionamiento de la memoria tenía su causa en arterias cerebrales escleróticas. Y es que el alzhémier no obedece a una falta de riego sanguíneo sino a un deterioro físico, como las caries en un diente, pues se ha estudiando en cortes de capas transversales que en la masa se van carcomiendo. El doctor Alzheimer dio con unas esferas de aspecto viscoso en formas de placas e innumerables neuronas en ”marañas” de fibras neuronales cuando analizó el cerebro de la recién fallecida señora D. Lo mismo fueron descubriendo los especialistas investigadores sesenta años, pero la comunidad médica de los años 70 todavía se mostraba escéptica sobre el origen orgánico del padecimiento.
El periodista científico David Shenek, de 36 años, ha escrito hasta ahora el libro más interesante, comprensible y útil, sobre la enfermedad del alzhéimer: The forgetting. Alzheimer’s: Portrait of an Eidemic. (Olvidar. Alzheimer: retrato de una empidemia.) Es uno de los manuales más fáciles de entender para los amigos y los familiares del enfermo.
No fue sino hasta los años 80, cuando empieza a hablarse de la “tercera edad” (que en realidad es la última edad) y la expectativa de vida aumenta unos diez o quince años, que se crea en Estados Unidos un Instituto Nacional del Envejecimiento y en términos de salud pública se da al alzhémier una categoría semejante a la de las cardiopatías o el cáncer. Hoy en día se cuentan cinco millones de estadounidenses que tienen la enfermedad y dentro de cuarenta años la cifra podía alcanzar los quince millones (hacia 2050).
Cuando el novelista Jonathan Franzen escribió sobre la enfermedad y la muerte de su padre (“El cerebro de mi padre”, en su libro de ensayos Cómo estar solo) estudió y recomendó el libro de Shenek.
Por lo general se entiende por “epidemia” una enfermedad que se propaga y acelera por sus características infecciosas. Pero también, y así lo piensa David Shenk, una epidemia se refiere a una catástrofe de orden médico que se vuelve tan grande que termina por afectar cada renglón de la vida en sociedad. Hace veinticinco años sólo había en Estados Unidos 500 mil enfermos. Del resto del mundo habría que esperar las estadísticas y sería muy importante que la Secretaría de la Salud las precisara en México. En el año 2002 se gastaron en Estados Unidos 100 mil millones de dólares en tratamientos.
La tendencia a olvidar, a perder la memoria inmediata, puede o no ser un signo de que podría insinuarse la enfermedad. Pero también es cierto que casi todos tenemos estos deslices debido a la “cultura de la distracción” que la electrónica nos ha alcahueteado en la vida cotidiana. La tendencia es estar en varias pistas al mismo tiempo. Lo indudable es que, a medida en que se viven más años, mayor es el número de personas que entran en esta caída paulatina e irrefrenable.
Hay una regresión. El deterioro se va dando a la inversa, se repiten en sentido retrospectivo las etapas que fueron indicando las fases de crecimiento en el niño. “El declive de un paciente de Alzheimer es exactamente inverso al desarrollo neurológico de un niño”, dice Jonathan Franzen: alzar la cabeza (del primer al tercer mes), sonreír (de los dos a los cuatro meses), sentarse solo (de los seis a los diez meses). Por eso un paciente adulto de pronto se parece cada vez más a un niño de un año. Y es que la memoria nos constituye. El ser es memoria. La persona es la memoria y la memoria es nuestra identidad personal. Yo soy lo que he sido. Yo soy lo que recuerdo. Primero se muere la persona y después el cuerpo. Ese ser que queda tiende a la escatología, a hacer chistes sexuales, y si entre muchos (sus hijos, su mujer, sus amigos) sólo reconoce a uno tal vez sea por el afecto, por las cosas extrañas del corazón.
Es posible que muchos enfermos sufran cada vez menos. Porque la propia conciencia también se va. Y para sufrir o temer a la muerte también se requiere de la memoria. Hay “algo delicioso” en ese olvido, dicen unos. Hay un aumento de sus placeres sensoriales conforme caen en esa eternidad sin pasado.
es un conjunto de marañas y
placas que se forman en la
materia gris e impiden que
las neuronas se nutran.
—David Shenk, The Forgetting
Con demasiada facilidad se hacen chistes sobre la enfermedad mental, no sabiendo el que los hace en qué consiste, por ejemplo, la enfermedad del alzhémier o la depresión. Johnny Carson, el célebre conductor de la televisión norteamericana, solía decir que de muchas cosas se pueden hacer chistes, pero no de las enfermedades mentales que significan un sufrimiento atroz para quienes las padecen y para sus familiares.
Sin embargo es muy común el chistorete que alude a un antidepresivo como el Prozac que, por su efecto acumulativo, sólo empieza atener efecto veinte días después de empezar a tomarlo, o bien la broma que suscita un lapsus de la memoria e invoca el mal degenerativo identificado por el neuropatólogo alemán Alois Alzheimer en 1901, cuando recibió en su clínica a una mujer de cincuenta y un años, Auguste D.
—¿Cómo se llama?
—Auguste.
—¿Apellido?
—Auguste.
—¿Cómo se llama su esposo?
—Auguste, creo.
—¿Cuánto tiempo ha estado usted aquí? —parece hacer un esfuerzo por recordar.
—Tres semanas.
En aquel entonces la demencia senil se aceptaba con cierta naturalidad y se atribuía, como parecía ser evidente, a la mayoría de edad. Sólo que hace cien o más años el proceso de envejecimiento no empezaba a darse a los setenta y tantos años como ahora sino a una edad más temprana. Se especulaba que esa demencia o esa lentitud en el funcionamiento de la memoria tenía su causa en arterias cerebrales escleróticas. Y es que el alzhémier no obedece a una falta de riego sanguíneo sino a un deterioro físico, como las caries en un diente, pues se ha estudiando en cortes de capas transversales que en la masa se van carcomiendo. El doctor Alzheimer dio con unas esferas de aspecto viscoso en formas de placas e innumerables neuronas en ”marañas” de fibras neuronales cuando analizó el cerebro de la recién fallecida señora D. Lo mismo fueron descubriendo los especialistas investigadores sesenta años, pero la comunidad médica de los años 70 todavía se mostraba escéptica sobre el origen orgánico del padecimiento.
El periodista científico David Shenek, de 36 años, ha escrito hasta ahora el libro más interesante, comprensible y útil, sobre la enfermedad del alzhéimer: The forgetting. Alzheimer’s: Portrait of an Eidemic. (Olvidar. Alzheimer: retrato de una empidemia.) Es uno de los manuales más fáciles de entender para los amigos y los familiares del enfermo.
No fue sino hasta los años 80, cuando empieza a hablarse de la “tercera edad” (que en realidad es la última edad) y la expectativa de vida aumenta unos diez o quince años, que se crea en Estados Unidos un Instituto Nacional del Envejecimiento y en términos de salud pública se da al alzhémier una categoría semejante a la de las cardiopatías o el cáncer. Hoy en día se cuentan cinco millones de estadounidenses que tienen la enfermedad y dentro de cuarenta años la cifra podía alcanzar los quince millones (hacia 2050).
Cuando el novelista Jonathan Franzen escribió sobre la enfermedad y la muerte de su padre (“El cerebro de mi padre”, en su libro de ensayos Cómo estar solo) estudió y recomendó el libro de Shenek.
Por lo general se entiende por “epidemia” una enfermedad que se propaga y acelera por sus características infecciosas. Pero también, y así lo piensa David Shenk, una epidemia se refiere a una catástrofe de orden médico que se vuelve tan grande que termina por afectar cada renglón de la vida en sociedad. Hace veinticinco años sólo había en Estados Unidos 500 mil enfermos. Del resto del mundo habría que esperar las estadísticas y sería muy importante que la Secretaría de la Salud las precisara en México. En el año 2002 se gastaron en Estados Unidos 100 mil millones de dólares en tratamientos.
La tendencia a olvidar, a perder la memoria inmediata, puede o no ser un signo de que podría insinuarse la enfermedad. Pero también es cierto que casi todos tenemos estos deslices debido a la “cultura de la distracción” que la electrónica nos ha alcahueteado en la vida cotidiana. La tendencia es estar en varias pistas al mismo tiempo. Lo indudable es que, a medida en que se viven más años, mayor es el número de personas que entran en esta caída paulatina e irrefrenable.
Hay una regresión. El deterioro se va dando a la inversa, se repiten en sentido retrospectivo las etapas que fueron indicando las fases de crecimiento en el niño. “El declive de un paciente de Alzheimer es exactamente inverso al desarrollo neurológico de un niño”, dice Jonathan Franzen: alzar la cabeza (del primer al tercer mes), sonreír (de los dos a los cuatro meses), sentarse solo (de los seis a los diez meses). Por eso un paciente adulto de pronto se parece cada vez más a un niño de un año. Y es que la memoria nos constituye. El ser es memoria. La persona es la memoria y la memoria es nuestra identidad personal. Yo soy lo que he sido. Yo soy lo que recuerdo. Primero se muere la persona y después el cuerpo. Ese ser que queda tiende a la escatología, a hacer chistes sexuales, y si entre muchos (sus hijos, su mujer, sus amigos) sólo reconoce a uno tal vez sea por el afecto, por las cosas extrañas del corazón.
Es posible que muchos enfermos sufran cada vez menos. Porque la propia conciencia también se va. Y para sufrir o temer a la muerte también se requiere de la memoria. Hay “algo delicioso” en ese olvido, dicen unos. Hay un aumento de sus placeres sensoriales conforme caen en esa eternidad sin pasado.